Buscadores. Emilio Carrillo. Parte III Física de la Deidad. Cap. 6 Creador & Creación.
«Nada» versus «algo».
Han sido ya numerosas las referencias al Ser Uno (Todo, Dios,…), a la Unidad que Él engloba y explica y a la dimensión espiritual de los seres humanos. Es llegado el momento de ahondar al respecto, comenzando por el principio, esto es, por la esencia de la divinidad.
En este orden, cuando se trata de discernir sobre el Ser Uno, surge inmediatamente la pregunta que estremeció a Leibniz, Unamuno o Heidegger: ¿por qué hay «algo» y no más bien «nada»?. Lo cual abre una disyuntiva primigenia y radical que, como las nuevas tecnologías, es de base binaria (0/1): hubo un estadio o periodo previo en el que «nada» había ni existía (opción 0); o desde siempre y por siempre ha existido «algo» (opción 1). ¿Cuál de ambas opciones, 0 ó 1, es la cierta, ya que una, forzosamente, tiene que serlo y las dos a la vez no lo pueden ser?.
En mayo de 2008, Michael Heller —longevo sacerdote polaco, profesor en la Academia Pontificia de Teología de Cracovia— recibió el prestigioso Templeton Prize —galardón que desde 1973 otorga anualmente la Fundación del mismo nombre— por sus investigaciones dirigidas a elaborar una demostración matemática de la existencia de Dios. Según él, la ciencia no es sino un esfuerzo colectivo de la mente humana para leer la Mente divina. Sus indagaciones parten de la evidencia de que multitud de procesos del Universo pueden ser expuestos como una cadena de estados donde el precedente siempre sirve de causa para explicar el siguiente, de forma que en todo momento rige una ley que dicta cómo un estado sucede a otro. Sobre esta base, conectada con la noción de un Universo Inteligente, Heller despliega una serie de deducciones y argumentos para mostrar que cuanto existe ostenta una naturaleza matemática. Y concluye que la inteligibilidad de ésta por parte del ser humano constituye la prueba circunstancial de la existencia de Dios.
Eso sí, sus razonamientos arrancan de una toma inicial de partido por la aquí designada como opción 1, a partir de la cual se desarrolla y adquiere consistencia la demostración matemática. Y el sacerdote reconoce que su inclinación por esta alternativa no admite justificación científica, salvo —cabe apuntarle— la vía indirecta de la reducción al absurdo de la opción 0: de la «nada» no puede surgir nada (cero es igual a cero por más dígitos que contenga el número por el que lo multipliquemos) y, mucho menos, el grandioso y multifacético Omniverso del que somos parte. Expresado de otra manera, el infinito tiene que ser el productor de lo finito, aunque sea imposible determinar un momento en el tiempo en el que la producción no haya tenido ya lugar.
En cualquier caso, al hilo de lo reconocido por Heller, la decantación por la alternativa 1 no es tanto una elección racional en sentido estricto como fundamentalmente irracional, sensitiva, intuitiva e inspirativa. Fluye de nuestro interior cuando late la íntima convicción de que siempre existió «algo» y que ese algo es Dios. Lo que no significa ni que el intelecto humano no pueda acercarnos al conocimiento de la divinidad ni que espiritualidad y ciencia caminen por sendas antagónicas, como hoy se opina de manera tan mayoritaria como obtusa.
Como se ha recalcado en el capítulo precedente, la mente humana, más allá de la utilización que cada usuario haga de ella, es una prodigiosa y armoniosa conjunción de biología, tecnología y arte, producto y resultado de miles de millones de años de evolución. Sería absurdo que una obra tan exquisita y un proceso tan prolongado y apasionante tuviesen como desenlace algo incapaz de discernir acerca de lo divinal y sus atributos; y sobre una Unidad en la que el propio ser humano se integra. Antes bien, parece del todo lógico que el intelecto esté en condiciones de acometer, aunque sea con humildad y modestia, tal discernimiento.
Así lo confirman las experiencias interiores y las aportaciones hacia el exterior que tantos hombres y mujeres han realizado a lo largo de la historia. Y también lo corrobora la interacción entre espiritualidad y ciencia ya abordada en epígrafes previos: los saberes espirituales abren las puertas a innovaciones científicas y éstas confirman aquéllos y coadyuvan a su mejor interiorización. De este modo fue en culturas arcaicas; y se comprueba en la actualidad cuando una serie de avances científicos —física cuántica, ciencia de partículas, teoría de cuerdas, física de la vibración, astrofísica del big-bang,…— están evidenciando lo atinado de reflexiones trascendentes que pertenecen al acervo cultural y espiritual de la humanidad.
Un acervo que tiene como pilar —hay que volver a subrayarlo— el intelecto humano; y que por milenios se ha plasmado en una gran variedad de escuelas y corrientes filosóficas y teológicas que arrancan de una convicción atávica sobre la existencia de un Creador y una concepción primigenia acerca de sus potestades. De ello, probablemente, han bebido la globalidad de las religiones hoy vigentes, adaptando a lo largo de los siglos esa base común a cada realidad social, educativa y geográfica.
Todo esto, a su vez, lejos de estar reñido con la «fe», se halla estrechamente asociado a ella. Porque en el despliegue y desarrollo de la inteligencia humana la racionalidad y la irracionalidad pueden y deben caminar de la mano y en equilibrio, en los términos ya enunciados en otros apartados. Por lo que con rigor cabe refrendar la realidad de la fe como vivencia íntima, fuente de experiencia y de sabiduría: fe que busca la inteligencia («fides quaerens intelectum»); fe para saber, o creer para entender («credo ut intelligam», en expresión de San Agustín). Porque, como indicó San Anselmo al hablar de la «operosa fides» y de la «otiosa fides», la fe que no trata de entender es una fe ociosa.
Una fe que no sabe de iglesias ni de credos. Una fe inteligente, operante, viva, válida para comprender. Una fe que es el suplemento de conocimiento que nos proporciona la revelación interior a la que los seres humanos tenemos acceso. Revelación que no sucede aleatoriamente o por azar, sino que, como ya se ha tratado, está ligada a nuestro Yo profundo y al aumento del grado consciencial. Por lo que la fe, para que dé sus frutos, debe volcarse en una práctica cotidiana de la misma —estadio de conciencia y sus correspondientes experiencias— que confirmará en el día a día la veracidad de lo que anuncia y ayudará a profundizar en ella mediante la elevación del nivel de consciencia.
Planteamientos que ayudan a interiorizar el mensaje que un grupo de monjes contemplativos católicos remitió al Sínodo de los Obispos, en septiembre de 1967, sobre la posibilidad de que el ser humano entable un coloquio con Dios. En él, frente a la idea imperante incluso entre muchos creyentes de que no es posible llegar a Dios —desconocido e inaccesible, «completamente Otro»—, muestran su convencimiento de que Dios «concede al espíritu atento y purificado el don de alcanzarlo más allá de palabras e ideas», añadiendo que «la fe desemboca en la seguridad inadmisible colocada en nuestros corazones por Dios mismo» y que «en el Espíritu hemos comprendido que en Él tenemos acceso a Dios por la fe reintegrados en nuestra dignidad de Hijos de Dios». Y concluyen: «El conocimiento místico cristiano no es solamente el conocimiento oscuro del Dios invisible; es, en el encuentro de un amor personal, una experiencia de Dios que se reveló a fin de hacernos participar en el diálogo del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y, justamente, en la Trinidad de las Personas es en donde Dios se nos revela como completamente Otro y, al mismo tiempo, como más cerca de nosotros que cualquier otro ser». En los próximos epígrafes y capítulos se comprobará la veracidad de estos asertos.
Han sido ya numerosas las referencias al Ser Uno (Todo, Dios,…), a la Unidad que Él engloba y explica y a la dimensión espiritual de los seres humanos. Es llegado el momento de ahondar al respecto, comenzando por el principio, esto es, por la esencia de la divinidad.
En este orden, cuando se trata de discernir sobre el Ser Uno, surge inmediatamente la pregunta que estremeció a Leibniz, Unamuno o Heidegger: ¿por qué hay «algo» y no más bien «nada»?. Lo cual abre una disyuntiva primigenia y radical que, como las nuevas tecnologías, es de base binaria (0/1): hubo un estadio o periodo previo en el que «nada» había ni existía (opción 0); o desde siempre y por siempre ha existido «algo» (opción 1). ¿Cuál de ambas opciones, 0 ó 1, es la cierta, ya que una, forzosamente, tiene que serlo y las dos a la vez no lo pueden ser?.
En mayo de 2008, Michael Heller —longevo sacerdote polaco, profesor en la Academia Pontificia de Teología de Cracovia— recibió el prestigioso Templeton Prize —galardón que desde 1973 otorga anualmente la Fundación del mismo nombre— por sus investigaciones dirigidas a elaborar una demostración matemática de la existencia de Dios. Según él, la ciencia no es sino un esfuerzo colectivo de la mente humana para leer la Mente divina. Sus indagaciones parten de la evidencia de que multitud de procesos del Universo pueden ser expuestos como una cadena de estados donde el precedente siempre sirve de causa para explicar el siguiente, de forma que en todo momento rige una ley que dicta cómo un estado sucede a otro. Sobre esta base, conectada con la noción de un Universo Inteligente, Heller despliega una serie de deducciones y argumentos para mostrar que cuanto existe ostenta una naturaleza matemática. Y concluye que la inteligibilidad de ésta por parte del ser humano constituye la prueba circunstancial de la existencia de Dios.
Eso sí, sus razonamientos arrancan de una toma inicial de partido por la aquí designada como opción 1, a partir de la cual se desarrolla y adquiere consistencia la demostración matemática. Y el sacerdote reconoce que su inclinación por esta alternativa no admite justificación científica, salvo —cabe apuntarle— la vía indirecta de la reducción al absurdo de la opción 0: de la «nada» no puede surgir nada (cero es igual a cero por más dígitos que contenga el número por el que lo multipliquemos) y, mucho menos, el grandioso y multifacético Omniverso del que somos parte. Expresado de otra manera, el infinito tiene que ser el productor de lo finito, aunque sea imposible determinar un momento en el tiempo en el que la producción no haya tenido ya lugar.
En cualquier caso, al hilo de lo reconocido por Heller, la decantación por la alternativa 1 no es tanto una elección racional en sentido estricto como fundamentalmente irracional, sensitiva, intuitiva e inspirativa. Fluye de nuestro interior cuando late la íntima convicción de que siempre existió «algo» y que ese algo es Dios. Lo que no significa ni que el intelecto humano no pueda acercarnos al conocimiento de la divinidad ni que espiritualidad y ciencia caminen por sendas antagónicas, como hoy se opina de manera tan mayoritaria como obtusa.
Como se ha recalcado en el capítulo precedente, la mente humana, más allá de la utilización que cada usuario haga de ella, es una prodigiosa y armoniosa conjunción de biología, tecnología y arte, producto y resultado de miles de millones de años de evolución. Sería absurdo que una obra tan exquisita y un proceso tan prolongado y apasionante tuviesen como desenlace algo incapaz de discernir acerca de lo divinal y sus atributos; y sobre una Unidad en la que el propio ser humano se integra. Antes bien, parece del todo lógico que el intelecto esté en condiciones de acometer, aunque sea con humildad y modestia, tal discernimiento.
Así lo confirman las experiencias interiores y las aportaciones hacia el exterior que tantos hombres y mujeres han realizado a lo largo de la historia. Y también lo corrobora la interacción entre espiritualidad y ciencia ya abordada en epígrafes previos: los saberes espirituales abren las puertas a innovaciones científicas y éstas confirman aquéllos y coadyuvan a su mejor interiorización. De este modo fue en culturas arcaicas; y se comprueba en la actualidad cuando una serie de avances científicos —física cuántica, ciencia de partículas, teoría de cuerdas, física de la vibración, astrofísica del big-bang,…— están evidenciando lo atinado de reflexiones trascendentes que pertenecen al acervo cultural y espiritual de la humanidad.
Un acervo que tiene como pilar —hay que volver a subrayarlo— el intelecto humano; y que por milenios se ha plasmado en una gran variedad de escuelas y corrientes filosóficas y teológicas que arrancan de una convicción atávica sobre la existencia de un Creador y una concepción primigenia acerca de sus potestades. De ello, probablemente, han bebido la globalidad de las religiones hoy vigentes, adaptando a lo largo de los siglos esa base común a cada realidad social, educativa y geográfica.
Todo esto, a su vez, lejos de estar reñido con la «fe», se halla estrechamente asociado a ella. Porque en el despliegue y desarrollo de la inteligencia humana la racionalidad y la irracionalidad pueden y deben caminar de la mano y en equilibrio, en los términos ya enunciados en otros apartados. Por lo que con rigor cabe refrendar la realidad de la fe como vivencia íntima, fuente de experiencia y de sabiduría: fe que busca la inteligencia («fides quaerens intelectum»); fe para saber, o creer para entender («credo ut intelligam», en expresión de San Agustín). Porque, como indicó San Anselmo al hablar de la «operosa fides» y de la «otiosa fides», la fe que no trata de entender es una fe ociosa.
Una fe que no sabe de iglesias ni de credos. Una fe inteligente, operante, viva, válida para comprender. Una fe que es el suplemento de conocimiento que nos proporciona la revelación interior a la que los seres humanos tenemos acceso. Revelación que no sucede aleatoriamente o por azar, sino que, como ya se ha tratado, está ligada a nuestro Yo profundo y al aumento del grado consciencial. Por lo que la fe, para que dé sus frutos, debe volcarse en una práctica cotidiana de la misma —estadio de conciencia y sus correspondientes experiencias— que confirmará en el día a día la veracidad de lo que anuncia y ayudará a profundizar en ella mediante la elevación del nivel de consciencia.
Planteamientos que ayudan a interiorizar el mensaje que un grupo de monjes contemplativos católicos remitió al Sínodo de los Obispos, en septiembre de 1967, sobre la posibilidad de que el ser humano entable un coloquio con Dios. En él, frente a la idea imperante incluso entre muchos creyentes de que no es posible llegar a Dios —desconocido e inaccesible, «completamente Otro»—, muestran su convencimiento de que Dios «concede al espíritu atento y purificado el don de alcanzarlo más allá de palabras e ideas», añadiendo que «la fe desemboca en la seguridad inadmisible colocada en nuestros corazones por Dios mismo» y que «en el Espíritu hemos comprendido que en Él tenemos acceso a Dios por la fe reintegrados en nuestra dignidad de Hijos de Dios». Y concluyen: «El conocimiento místico cristiano no es solamente el conocimiento oscuro del Dios invisible; es, en el encuentro de un amor personal, una experiencia de Dios que se reveló a fin de hacernos participar en el diálogo del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y, justamente, en la Trinidad de las Personas es en donde Dios se nos revela como completamente Otro y, al mismo tiempo, como más cerca de nosotros que cualquier otro ser». En los próximos epígrafes y capítulos se comprobará la veracidad de estos asertos.
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