Buscadores. Emilio Carrillo (33) El Espíritu Santo y la convivencia vibracional.
El «Espíritu Santo» y la «convivencia vibracional».
Se han hecho numerosas referencias hasta aquí tanto al Principio Único como al Espíritu o Amor; y a cómo ambos comparten atributos y pureza vibratoria y son la Esencia misma del Ser Uno. Ahora bien, ¿qué es el «Espíritu Santo» que completa la naturaleza trina de Dios (Ser Uno), propugnada por el cristianismo y otras creencias, junto con el
Padre (Principio Único) y el Hijo (Espíritu o Amor)?. Expuesto sin ambages, el Espíritu Santo o Paráclito (del griego «parakletos»: «aquel que es invocado») es la plasmación efectiva y concreta de la Inmanencia de Dios en cada una de las manifestaciones, intangibles o tangibles, que conforman lo Manifestado.
Como se ha reseñado, la Inmanencia es la presencia inherente de lo No Manifestado en lo Manifestado. Pues bien, estamos ante el Espíritu Santo cuando, realmente y de modo específico, se produce esa presencia del Espíritu divino en cualquier manifestación concreta, sea inmaterial o material, de las prácticamente infinitas que configuran el plano de lo Manifestado.
Ya se señaló que el Espíritu o Amor, lo No manifestado, es uno. Y que las manifestaciones, por cuantiosas que sean, constituyen una unidad en lo Manifestado. Aún así, las manifestaciones admiten una diferenciación aparente entre sí debido a sus múltiples y distintos niveles de condensación y frecuencia vibracional. Por esto, aunque la Inmanencia de Dios es global y total (en lo Manifestado se halla inherente lo No Manifestado), hay también que contemplarla en términos de presencia efectiva del Espíritu o Amor en cada una de esas manifestaciones. Valgan los símiles tanto del viento —que es uno, pero zarandea en particular cada árbol o animal del bosque— como del aire que respiramos —que obviamente es uno, pero alienta a cada persona que lo inspira. Analógicamente, siendo uno el Espíritu, su presencia específica en cada manifestación concreta, inmaterial o material, es el Espíritu Santo.
En coherencia con los símiles propuestos, se entiende que en el Evangelio de San Juan se afirme: «El viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu» (3,8). O que haya descripciones del Espíritu Santo como el «aliento» de Dios, que es Uno, pero que anima a cada individuo o modalidad de existencia: «Entonces el Señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente» (Génesis, 2,7).
Por supuesto, todo esto es aplicable a cada uno de los componentes del mundo material que los cinco sentidos detectan; y a nosotros mismos en nuestra dimensión física. El Espíritu —de elevadísimo rango vibratorio, Esencia divina (Amor) emanada y expandida— radica de forma inmanente tanto en la materia que nos rodea como en la que nos constituye corporalmente. Una materia de reducida gradación vibratoria que es «iluminada» por la vibración pura del Espíritu, por la Luz de Dios. Es la lógica de Amor de la Creación; y esto es lo que indica la figura del Espíritu Santo: la presencia subyacente y concreta del Espíritu divino en cada manifestación del plano de lo Manifestado y, por supuesto, en cada ser humano. El cristianismo lo expresa simbólicamente cuando describe al Espíritu Santo como llama o chispa viva del Espíritu de Dios que «desciende » sobre nosotros: a los reducidos niveles vibratorios de la materialidad baja el Espíritu para que se haga la Luz en las Tinieblas. Algunas tradiciones religiosas denominan a esto «encarnación».
Se comprende así la naturaleza trina de Dios (Ser Uno): Padre (Principio Único); Hijo (Espíritu o Amor, con las mismas cualidades vibratorias que el Principio Único y, por ello, Esencia de Dios, Dios mismo); y Espíritu Santo (presencia inmanente del Espíritu, la Esencia divina emanada y expandida, en cada manifestación, inmaterial o material, surgida por la expansión y condensación del Verbo —vibración asociada a la Emanación de la Esencia—).
Asistimos con todo ello a la extraordinaria «convivencia vibracional» antes aludida. Porque, aun siendo una unidad en el ámbito de lo Manifestado, todas las manifestaciones, inmateriales o materiales, tienen su propia identidad en función del grado de condensación y la frecuencia vibracional resultante. Y todas cuentan, a su vez, con la presencia inmanente del Espíritu. De lo cual se deduce que en el mundo que nos rodea y en nosotros mismos coexiste una doble dimensión vibratoria: la «dimensión manifestada» en sentido estricto, de limitada gradación vibracional (por ejemplo, la materia que perciben nuestros sentidos o nuestro cuerpo físico); y, de manera inherente, otra «dimensión no manifestada» o espiritual, de elevadísima frecuencia vibratoria (de la que por ello nuestros sentidos no se percatan). La Inmanencia, la presencia subyacente de lo No Manifestado en lo Manifestado, provoca esta íntima alianza o convivencia vibracional entre la vibración pura e infinita del Espíritu o Amor —Hijo de Dios, Esencia divina, Dios mismo— y la limitada gradación vibratoria de lo Manifestado.
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