Buscadores (23) Cap. 5: La mente está libre de culpa. Mentiras.

La mente está libre de «culpa».

Por lo enunciado, es la cualificación consciencial del usuario lo que determina el papel y el rendimiento de la mente, que está siempre a nuestra entera disposición en su vasta capacidad funcional.

No obstante, al igual que distintas tradiciones y culturas religiosas se han empeñado a lo largo de la historia en satanizar el cuerpo físico, el desconocimiento de lo que se acaba de explicar ha provocado que otras dirijan sus fobias contra la mente, culpándola de la existencia del ego y de la interminable sucesión de pensamientos que por ella fluyen sin control. Pero cuerpo y mente son, como el espíritu o el alma, creaciones divinas; nada malo hay en ellos. La mente, en particular, es un prodigioso tesoro biológico-tecnológico al servicio del ser humano, incluida su esfera espiritual. Y es un instrumento neutro, cuyo potencial resulta más o menos rentabilizado dependiendo de la cualificación del operador, esto es, del grado de consciencia de la persona.

Eso sí, cuando tal grado es reducido, el funcionamiento del piloto automático o ego, una creación mental, sumerge a la persona en un mundo de creaciones mentales. Al ego no se le puede pedir otra cosa, no da más de sí. Lo que provoca que muchos seres humanos vivan en un mundo de ficción e ilusiones mentales mayoritariamente marcado por la insatisfacción y la infelicidad. Pero es de género estúpido responsabilizar a la mente de esto, cuando se limita a cumplir con su obligación: activar un mecanismo supletorio por la carencia de dirección consciente y ante necesidades primarias de conservación y actuación en la tridimensionalidad.

La mente, pues, está libre de «culpa» y es el ser humano el que debe mirar hacia su interior y elevar su grado de consciencia. Para lograrlo, un buen procedimiento consiste en poner en evidencia las ficciones e ilusiones mentales en las que las personas se introducen cuando el ego asume el mando y, a partir de ello, escudriñar en la dimensión profunda del ser humano. A esto se dedican las páginas que siguen, en las que han influido las aportaciones de Eckhart Tolle (www.eckharttolle.com) vertidas en obras como El poder del ahora, Practicando el poder del ahora y La nueva conciencia (GAIA, Ediciones; Madrid, 2001, 2003 y 2007, respectivamente).

Vamos a contar mentiras.

Bajo el control del piloto automático, la vida cotidiana de muchísimas personas discurre sumida en una serie de mentiras y errores. Estos afectan sensiblemente a su sentido del yo, a la consciencia acerca de sí mismos y a la percepción sobre cuestiones tan primigenias como lo que significa pensar o lo que es vivir el presente. Entre tales mentiras, sobresalen la media docena que se enuncian de manera sintética a continuación:

No es verdad que sea consustancial tener una voz en la cabeza que habla sin parar.


Cuando el ego está al mando, basta con que se reflexione o medite un momento para constatar que los pensamientos acuden a la mente sin previo aviso, de manera espontánea y sin autorización por nuestra parte, sin que intervenga nuestra voluntad. Parecen obedecer al dictado de algo o alguien ajeno a nosotros mismos, como si estuviéramos poseídos por una entidad extraña con sus propios deseos y prioridades.

Nos cuesta enorme trabajo cortar ese flujo permanente y descontrolado de pensamientos. También resulta difícil concentrarse en uno concreto, pues enseguida otros pugnan por entrar en escena. Y su autonomía llega al extremo de que ni siquiera podemos evitar aquéllos que nos desagradan; por más que nos fastidien, vuelven a aparecer cuando les viene en gana.

Es más, los pensamientos han logrado tal poder que aceptamos su dominio como lo más normal del mundo. Cada uno de nosotros y la civilización y cultura vigentes, la visión imperante, estima lógico que no podamos poner coto a su ritmo incesante, centrarnos en uno específico o liberarse de los que nos disgustan.

Pero esto es una gran mentira: no es un hecho consustancial al ser humano tener en el interior de la cabeza una especie de voz que habla sin parar y con autonomía y criterio propios. Esto se produce cuando el referido piloto automático está encendido. Si el ser humano eleva su grado de consciencia, el piloto se desactiva y el Yo verdadero toma la dirección, teniendo capacidad sobrada para controlar la mente, ya sea para acallarla o para concentrarla en un tema o asunto concreto sin interferencias o injerencias de pensamientos no invitados. Cuando aumentamos el nivel consciencial, los pensamientos están a nuestro servicio y no nosotros al servicio de ellos.

No es verdad que nuestro Yo y nuestros pensamientos sean lo mismo.


Nuestra rendición ante los pensamientos ha llegado al extremo de que confundimos su voz con nosotros mismos. Nos identificamos con ellos, permitimos que nos capten hasta el punto de unir a ellos nuestro sentido del yo y tejemos lo que pomposamente denominamos personalidad sobre un crisol de pensamientos que fluyen, refluyen, juzgan, prejuzgan, etiquetan y clasifican a su entero antojo.

Es ciertamente sorprendente, pues es obvio que los pensamientos campan a sus anchas. Pero, aún así, terminamos creyendo que nosotros somos nuestros pensamientos, identificándonos con ellos. De este modo, los pensamientos fabrican en nosotros un falso ego: el reiterado piloto automático, totalmente ficticio y de carácter puramente ilusorio, que afirmamos solemnemente como nuestro yo.

Pues bien, ésta es otra gran mentira, la segunda del listado. La realidad es que nuestro verdadero Yo nada tiene que ver con ese falso y pequeño yo ni con nuestros pensamientos. Los seres humanos tenemos un Yo profundo absolutamente ajeno a ese ego y a los pensamientos; y para el que éstos no son sino instrumentos para la acción en el mundo en el que vivimos.

No es verdad que exista el pasado.

Ahora bien, el absurdo no termina aquí, sino que es aquí donde empieza. Primero, porque no se trata de una voz en el interior de la cabeza, sino de muchas voces que pugnan 
y discuten entre sí, pues tenemos muchos pensamientos a menudo contradictorios y enfrentados. Y en segundo lugar, porque los pensamientos están condicionados no por el presente, sino por el pasado, por nuestras experiencias y recuerdos. Esto nos introduce en un espectacular embrollo porque el pasado no existe ni existirá. Creer en la existencia del pasado es la tercera gran mentira, asumida sin rechistar cuando es escaso el grado de consciencia sobre quién se es y lo que es real.

La memoria del pasado es algo que surge como forma mental en el momento presente; cuando pasó lo que pasó, lo hizo como presente y después dejó de ser real para configurarse en una creación u objeto mental. Además, tal memoria ni siquiera es del todo certera, pues muchos sucesos del pasado los rememoramos desde la interpretación subjetiva de nuestra pequeña historia personal —sufrimientos y goces, éxitos y fracasos—. Y ésta suele estar marcada por la insatisfacción, bien por no haber alcanzado lo deseado o porque, habiéndolo conseguido, inmediatamente aspiramos a algo más, a algo nuevo que haga nuestra vida más placentera, completa o genuina.

De este modo y aunque no nos percatemos del desatino, nuestra identidad, personalidad y sentido del yo quedan a merced de unos pensamientos contradictorios que responden a la interpretación subjetiva por parte del ego insatisfecho de un pasado inexistente. Ante esto, no puede sorprendernos que nuestro sentido del yo se halle estrechamente ligado a una sensación de frustración o, al menos, de carencia de algo, de emociones o cosas. El piloto automático, a falta de una dirección consciente, no da para más. Por lo que una gran parte de las personas notan que sus vidas no están llenas, se sienten incompletas. Cunde el desasosiego, configurado ya como santo y seña de la sociedad actual.

No es verdad que exista el futuro.

¿Qué hacer ante el desasosiego?. Pues como el ayer no nos satisface, miramos hacia el mañana. Se trata de una huida hacia adelante en toda regla. Sobre ella se construye otra falacia, la cuarta gran mentira: el futuro.

Puenteando el presente, pasando por encima de él, proyectamos el pasado, con sus frustraciones y carencias, hacia el futuro. Pero éste es sólo otra invención de la mente, otro objeto mental. El futuro sólo es real cuando ya no es un objeto mental, es decir, cuando deja de ser futuro y se transforma en el momento presente.

Sin embargo, al observar el mundo que nos rodea, es fácil constatar que el futuro se ha convertido en una droga a la que se mantiene enganchada una ingente cantidad de personas. La gente se aferra al futuro cual tabla de salvación —también muchos buscadores—. Lo consideran imprescindible para salir del agujero emocional en el que han caído, para experimentar nuevos sentimientos y sensaciones, para poseer los objetos que precisan o les ilusionan, para completarse, para ser felices.

Desde luego, el futuro es útil para las cosas prácticas, pero más allá no tiene ningún sentido. Está claro que cada cosa que hacemos requiere tiempo para completarse; y que hay acciones que han de ejecutarse hoy con la mirada en el mañana o que forman parte de una cadena de tareas que transcienden el ahora. Pero en lo que corresponda hacer en este ahora, no son futuro, sino presente. Y en éste me debo ocupar de lo que me tengo que ocupar, sean cuales sean sus implicaciones o consecuencias en el tiempo. Son las ocupaciones del momento presente, no las pre-ocupaciones por el mañana.

La realidad es que gastamos muchísima energía en las pre-ocupaciones, mientras que ponemos escasa atención en llevar a cabo las ocupaciones de la mejor manera posible. En lugar de diferenciar entre ocupaciones y pre-ocupaciones y centrarnos exclusivamente en las primeras, nos metemos en una cadena sin fin donde el pasado condiciona el futuro; y
éste, cuando llega, se añade al pasado y vuelve a condicionar el futuro. La droga del futuro nos tiene desquiciados.

El futuro no existe, excepto en la mente, como un pensamientoEl pequeño yo, el ego, está siempre esperando encontrarse a sí mismo en algo que hallará en el momento próximo; anda siempre en camino hacia lo que sea. Y esto, lógicamente, provoca estrés: la enfermedad mental más común y extendida en nuestra civilización.

No es verdad que vivamos en el presente.

Si a cualquier persona se le pregunta si vive en el antes, en el ahora o en el después, nos mirará con cara de sorpresa por la teórica imbecilidad de la pregunta y contestará de inmediato que en el ahora. Es lógico, pues en nuestra carencia de consciencia estamos convencidos de que vivimos en el hoy; ni en el ayer, ni en el mañana, sino en el presente. Sin embargo, esto es mentira, la quinta de la relación.

Ojalá fuera verdad que vivimos el presente, pero, como consecuencia de las cuatro mentiras anteriores, por el bajo grado de consciencia, la mayoría de hombres y mujeres estiman en su fuero interno, aunque sea inconscientemente, que el momento próximo es más importante que el actual. Y pasan sus días en plena incapacidad para vivir en el único sitio donde la vida existe: el momento presente.

La razón es sencilla de entender. El ego es una creación mental surgida de la identificación con nuestros pensamientos. Como tal, se nutre y se recrea en las invenciones y objetos mentales, espantándole todo lo que sea real. Por eso anda siempre dando bandazos entre el pasado y el futuro, meros objetos mentales. Y por eso no le gusta el momento presente, que es lo único auténticamente real.

El falso yo vive en constante oposición al momento presente o, simplemente, lo niega. Ha convertido el momento presente en su enemigo. Para él nunca es suficiente. Rara vez hay algún momento que le guste. Y cuando esto ocurre, el momento presente pasa rápidamente y se queda en el mismo estado que antes. Las quejas mentales son una manifestación de esta confrontación con el momento presente. El ego está instalado en un estado casi permanente de queja mental. Nada le agrada ni parece bastarle. Halla defectos y motivos de protesta hasta en lo más placentero o deseado. Es como se alimenta el falso y pequeño yo: posicionándose y reafirmándose contra lo que es, contra la vida. Imponemos juicios y reducimos a las personas a un puñado de etiquetas y conceptos mentales. Y al encarcelar a los otros con los pensamientos, nosotros mismos entramos en la prisión mental.

El ego se percibe a sí mismo contra la vida, contra el Universo, contra el resto de lo que existe, que, en su labor como piloto automático, contempla cual amenaza. Es una colosal locura que aún se hace mayor debido a que el ego también necesita el mundo que le rodea para cumplir su misión y satisfacer sus aspiraciones. El ego pasa sus días —y con él los seres humanos que con él se identifican— en el tremendo conflicto de rechazar el momento presente, lo único real, la vida. Y lo agudiza necesitando de un mundo que, a la par, estima una amenaza.

No es verdad que seamos lo que somos.

La última mentira que aquí se va a destacar es una especie de corolario de las cinco precedentes y el máximo exponente de las consecuencias del reducido nivel consciencial. Radica en el hecho de que cada uno está convencido de que vive su vida. No puede ser de otra manera, nos decimos. Nos consideramos conscientes de lo que hacemos, de lo que queremos,... de lo que somos. Pero tampoco esto es verdad.

No tenemos consciencia de nuestro ser real, el verdadero Yo, sino del piloto automático con el que nos identificamos; de un ser que nuestra mente, ante la ausencia de mando consciente, ha tenido que inventar por necesidades de supervivencia y actuación en la tridimensionalidad. Hemos desarrollado una consciencia de los objetos: no somos lo que somos, sino lo que pensamos que somos; nos vemos a nosotros mismos como objetos mentales. El ego forjado por los pensamientos ha sido creado como objeto mental: mi pequeño yo, mi pequeña historia, mis emociones. Y este objeto mental busca su felicidad en los objetos físicos y mentales: en las cosas materiales, en las creencias o teorías 
mentales y en las emociones estimulantes.

Sin duda, todas estas cosas tienen su lugar en este mundo, pero no para que nos identifiquemos con ellas. Es imposible que nos encontremos a nosotros mismos con objetos y formas ajenas a nuestro Ser. Pero lo hacemos. Y el resultado final es la frustración, la insatisfacción: la demencia derivada de la pérdida de conexión con una dimensión más profunda del ser humano, nuestro verdadero Yo. Podemos activar tal conexión mediante la elevación del grado de consciencia. ¿Cómo conseguirlo?. Resulta de gran ayuda examinar nuestra dimensión profunda a través de su relación con el único sitio donde la vida realmente existe: el ahora. A ello se dirigen los próximos apartados. Vaya por delante que en esa dimensión no existe el tiempo; que nada tiene que ver con los pensamientos, conceptos, juicios y definiciones; y que no se identifica ni se llena con objetos materiales, mentales y emocionales.




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