"Buscadores" Emilio Carrillo B (41) Cap 8: Bien y Mal.
CAPÍTULO 8: BIEN Y MAL
Acercamiento desde la objetividad.
En páginas anteriores se ha hecho mención al «Bien» y al «Mal». Es momento de profundizar al respecto, partiendo de que las ideas y percepciones en torno a ambos se mueven casi siempre en el ámbito del más absoluto subjetivismo. Con intensidad e inconsciencia, volcamos en los dos tanto los clichés y convencionalismos de la tradición cultural y religiosa en la que hayamos sido educados como los prejuicios generados por la mente de cada cual, en función de sus propias vivencias y respectivos deseos, apegos, fobias y frustraciones.
Sin embargo, resulta crucial que la objetividad presida la actitud y la aptitud para discernir sobre el Bien y el Mal. Objetividad que ha de estar fundamentada en el distanciamiento personal del asunto y el acercamiento a él por medio de la meditación serena y profunda, el conocimiento revelador que de ésta dimana y la experiencia cotidiana que la puesta en práctica de ese conocimiento aporta.
En este orden, es oportuno subrayar que, en el Omniverso multidimensional surgido de la Creación, los «hechos» (por ejemplo, si suelto un vaso que mantenía sujeto con la mano, el vaso caerá al suelo) están regidos por una serie de «leyes físicas» (en el caso expuesto, la llamada ley de la gravedad) y éstas, a su vez, por una serie de «principios», conocidos desde la antigüedad como «principios herméticos». Dos de ellos, el de polaridad y el de vibración, son muy útiles para acercarnos con objetividad al Bien y al Mal.
El principio de polaridad afirma que todo tiene dos polos que son idénticos en naturaleza y diferentes en grado vibratorio. Esto es, que tanto los fenómenos físicos como los mentales tienen dos lados o aspectos extremos que, sin embargo, comparten la misma naturaleza, aunque se diferencien en el nivel de vibración, existiendo innumerables grados vibratorios entre ambos polos.
Para entender mejor lo anterior, hay que acudir a otro eje del saber hermético: el principio de vibración. Como se ha repetido en capítulos previos, la ciencia contemporánea se está acercando a él con celeridad tras reconocer que la materia y la energía son expresiones de ondas y movimientos vibratorios. Concretamente, el principio de vibración indica que todo vibra, que el Omniverso en su globalidad y en todas sus dimensiones es una plasmación de la vibración y que las diferencias entre las diversas manifestaciones — desde las intangibles a las tangibles, desde el espíritu más sutil a la materia más espesa— obedecen al distinto modo e intensidad vibratorios. Así, la frecuencia más elevada radica en la vibración pura del Espíritu divinal, la Esencia de Dios; y su opuesto en la materia más extremadamente densa que podamos imaginar. El grado vibracional es lo que distingue a ambos polos, entre los que hay un sin fin de diferentes potencias y modalidades vibratorias.
Sobre estas bases, hay que resaltar que la indagación que sustenta el principio de polaridad arranca de la formulación de interrogantes tan paradójicos y radicales como estos: ¿dónde termina la oscuridad y comienza la luz?; ¿dónde el frío y dónde el calor, o lo duro y lo blando?; y ¿lo pequeño y lo grande, o lo alto y lo bajo?. Sopesemos el hecho de que se trata de nociones —oscuridad, luz, frío, calor,...— que utilizamos asiduamente y con completa seguridad acerca de lo que son y significan. Pero, por centrarnos sólo en un botón de muestra entre los ejemplos expuestos, ¿dónde empieza el frío y dónde el calor?. Porque la temperatura es un concepto primario y sin ambivalencias; y el termómetro es un instrumento válido, neutral y sencillo para su medición. Hasta aquí todo perfecto, pero ¿dónde comienza el frío y dónde el calor?. Por vueltas que demos a la posible respuesta, siempre llegaremos a la conclusión de que frío y calor, por más que parezcan realidades del todo distintas, son, en verdad, de idéntica naturaleza (la podemos denominar temperatura), siendo la diferencia entre ambos mera cuestión de vibraciones calóricas, grados vibratorios.
La frecuencia vibratoria es, igualmente, la que marca la diferencia en la escala musical entre los sonidos graves y los agudos; o la que en la gama de colores genera la variedad de los mismos; etcétera. Y esto no ocurre no sólo en los planos físicos y materiales, sino igualmente en los de carácter mental. Así, el amor y el odio, estimados por lo general como inapelablemente diferentes, son realmente denominaciones que otorgamos a los polos de una misma cosa, con muchos grados, eso sí, entre ambos. Empezando en cualquier punto de la escala, hallaremos más amor o menos odio, si ascendemos por ella; o menos amor o más odio si descendemos por la misma. Y esto es cierto sin importar nada el punto alto, medio o bajo que tomemos como partida. Hay muchos grados de amor y odio y un punto intermedio en donde el agrado y el desagrado se mezclan de tal forma que es imposible distinguirlos. El valor y el miedo quedan, igualmente, bajo la misma regla.
La frecuencia vibratoria es, igualmente, la que marca la diferencia en la escala musical entre los sonidos graves y los agudos; o la que en la gama de colores genera la variedad de los mismos; etcétera. Y esto no ocurre no sólo en los planos físicos y materiales, sino igualmente en los de carácter mental. Así, el amor y el odio, estimados por lo general como inapelablemente diferentes, son realmente denominaciones que otorgamos a los polos de una misma cosa, con muchos grados, eso sí, entre ambos. Empezando en cualquier punto de la escala, hallaremos más amor o menos odio, si ascendemos por ella; o menos amor o más odio si descendemos por la misma. Y esto es cierto sin importar nada el punto alto, medio o bajo que tomemos como partida. Hay muchos grados de amor y odio y un punto intermedio en donde el agrado y el desagrado se mezclan de tal forma que es imposible distinguirlos. El valor y el miedo quedan, igualmente, bajo la misma regla.
Ahora sí, el Bien y el Mal.
Todo lo expuesto en el epígrafe precedente es aplicable al Bien y al Mal. Como ocurre con el calor y el frío, o la luz y la oscuridad, el Bien y el Mal comparten la misma naturaleza y se diferencian en la frecuencia vibratoria, existiendo innumerables estadios vibracionales entre ambos polos.
Retomando lo examinado en capítulos previos, cuando el ser humano ha elevado su grado de consciencia hasta niveles en los que desarrolla un estadio de conciencia y experiencias que se acercan a lo que es propio de su naturaleza y Esencia divina (Amor), se puede afirmar que hace el Bien, aproximándose a este polo tanto más cuanto mayor sea la prevalencia del Espíritu frente a los influjos de la materialidad y, por consiguiente, mayor el grado vibracional del alma: el Yo profundo habrá cogido las riendas de nuestra vida y el piloto automático del ego se habrá desactivado.
El Mal, en cambio, va ligado a un ser humano con bajo grado vibracional, sin consciencia acerca de su auténtica identidad y con olvido de su linaje divino, de modo que vive sus días bajo el control del piloto automático, del ego, y atado a los apegos y pasiones dominantes propios de la materialidad que nos rodea y de la que el cuerpo físico participa, lo que sitúa al alma en un reducido nivel vibratorio, tanto menor cuanto más cerca esté del polo del Mal.
Por tanto, el Bien y el Mal existen, pero, desde luego, no con el contenido y significado que muestran muchas corrientes culturales y religiosas vigentes. Los dos comparten naturaleza —estado de consciencia, gradación consciencial— y se diferencian por su frecuencia vibratoria: el mayor grado de consciencia es el Bien; el menor, es el Mal. Y entre los dos existen innumerables grados vibratorios (grados de consciencia —estadios de conciencia— experiencias). La Esencia divina, Amor Incondicional y vibración pura infinita, marca el polo del Bien, donde la Consciencia es Perfecta —«Soy el que Soy»—. La ausencia total de Amor fija el polo del Mal (al igual que la ausencia de luz explica la oscuridad), donde rige la inconsciencia completa sobre lo que se Es y lo que es Real.
El ser humano se acerca al Bien cuando ha elevado su grado de consciencia —lo que tendrá su reflejo en la alta frecuencia vibratoria del alma— y el Espíritu o ser interior lleva la batuta de su conducta y dirige la marcha y el rumbo del vehículo planetario (cuerpo) en el que mora por inmanencia, aportándole los valores, afectos y costumbres (Amor) innatos de la divinidad. En cambio, se aproxima al Mal cuando el grado consciencial es reducido —por lo que baja será la frecuencia vibracional del alma— y su día a día queda a merced del piloto automático, de los deseos del ego y de los influjos, tensiones y apegos de la materialidad del mundo que le rodea.
Pero que esto sea así no ha de llevarnos a efectuar juicios sobre buenos y malos, superiores e inferiores. Estas clasificaciones son propias del ego y los antagonismos y dualidades que tanto le agradan. Bien y Mal coinciden en naturaleza -estado de consciencia- y se distinguen en gradación consciencial y vibratoria: cualquier ser humano que goce de un elevado grado de consciencia y se mueva en la esfera del Bien habrá vivido en su cadena de vidas físicas experiencias de reducida gradación consciencial enmarcables en la esfera del Mal. Todo entra de lleno en el ámbito de la dinámica vibratoria interactiva y la conexión grado de consciencia — estadio de conciencia— experiencias analizada en los capítulos precedentes. El altruista de hoy fue egoísta ayer; y el que ahora desprecia por falaces los anhelos de poder y riqueza es porque ya los disfrutó y conoce en primera persona lo vacío que finalmente resulta la vivencia. Las experiencias de ausencia de Amor (Mal) permiten incrementar el grado de consciencia y avanzar hacia experiencias plenas de Amor (Bien).
Todo es perfecto y no debemos caer en dualismos, ni siquiera en lo relativo al Bien y al Mal. Cuando los oponemos, consideramos generalmente el Bien como perfección o, al menos, como una tendencia a la perfección, con lo que el Mal no es otra cosa que lo imperfecto. Pero, ¿cómo lo imperfecto podría oponerse a lo perfecto?. La perfección está en la esencia del Ser Uno, del que no puede derivar lo imperfecto; de lo que resulta que lo imperfecto no existe o sólo puede existir como elemento constitutivo de la perfección total. Y, siendo así, no puede ser realmente imperfecto, por lo que la llamada imperfección no es más que relatividad: el Mal sólo es tal cuando se le distingue del Bien.
Piénsense en las indagaciones científicas. En ellas, el error no es sino verdad relativa, ya que todos los errores deben ser englobados en la Verdad total, sin lo que ésta no sería perfecta, lo que equivale a decir que no sería la Verdad. Los errores, o, mejor dicho, las verdades relativas, no son sino fragmentos de la Verdad total; es, pues, la fragmentación la que produce la relatividad. Aplicado esto al Bien y al Mal, podríamos decir que si llamamos Bien a lo perfecto, realmente lo relativo no es algo distinto, ya que en principio está contenido en Él. Entonces, desde el punto de vista universal, el Mal existirá únicamente si consideramos las cosas bajo un aspecto fragmentario y analítico, separándolas de su Principio común, en lugar de considerarlas sintéticamente como contenidas en este Principio, que es la perfección.
El Bien y el Mal son creados al distinguirlos el uno del otro, pues realmente comparten naturaleza e interactúan vibracionalmente para hacer posible la elevación del grado de consciencia. Es la fatal ilusión del dualismo la que sustituye a la Unidad por la multiplicidad, encerrando a los seres sobre los cuales ejerce su poder en el dominio de la confusión y de la división. A este dominio es al que se refieren autores como René Guénon cuando hablan del «Imperio del Demiurgo» (El Demiurgo; revista La Gnose, nº1, noviembre 1909).
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