"Buscadores" Emilio Carrillo B (42) El pecado no existe. La Clave es el AMOR.

El pecado no existe.



Por tanto, el pecado no existe, sino un ser humano con un grado de consciencia mayor o menor y con más o menos Amor Incondicional y compasión en sus pensamientos y actos (decía San Antonio Abad que el pecado es una pérdida de tiempo: el que deberías dedicar a Amar; a ser lo que eres, Amor). Si todo es creación del Ser Uno, ¿cómo podría alguna parte tuya, mía o del Omniverso, por remota o insignificante que sea, ser menos bendita que otra?.


El plan divinal consiste en que te busques a ti mismo. Como se enunció en el Capítulo 3, dentro del epígrafe dedicado al «dador», si deseas explorar cómo ser egoísta, ignorante, asesino o carecer totalmente de fe, Dios (tu Verdadero Yo, el Yo Auténtico) permite todas estas experiencias; no eres juzgado, ninguna de tus acciones es buena o mala desde la óptica divina. Recuérdese lo allí señalado: un asesino y un santo son iguales si el pecador y el santo son sólo máscaras que te pones. Estos papeles son sólo ilusiones desde la perspectiva divina. Lo único significativo es el Amor y el grado de consciencia que la persona haya logrado; y, por tanto, su contribución a la expansión de la consciencia de la suma de la que forma parte y, a través de ella, de la Unidad. Y para elevar el grado de consciencia es necesario vivir muy distintas experiencias en libre albedrío, incluidas las englobadas en el Mal (bajo grado de consciencia).



El Amor es universal y no toma partido. Al ego no le gusta esto y piensa «yo merezco el amor de Dios, pero ese otro no». Mas esta perspectiva es ajena a Dios. El ladrón inflige pérdida de propiedad; el asesino, pérdida de vida. Mientras estas pérdidas sean reales para ti, condenarás a la persona que las causa. Pero, ¿acaso el tiempo mismo no acabará robándote la propiedad y la vida?. El pecado es ilusión; nada de lo que llamamos pecado puede causar la más mínima mancha en el Amor de Dios. Y hay que tener sumo cuidado con expresiones como «mejor» o «superior»: es el ego el que habla de buenos y malos.




Por supuesto, es absolutamente rechazable que un ser humano cause dolor o daño a otro, de cualquier forma o manera; y es pertinente que la sociedad establezca leyes y normas que lo prevengan y, en su caso, lo sancionen o castiguen. Pero entendiendo el papel que todo ello desempeña desde la perspectiva de la dinámica vibratoria interactiva y la compresión de lo que supone en términos de elevación del grado de consciencia, avance en el estadio de consciencia y vivencia de experiencias que permitan un nuevo aumento consciencial.


La «interacción consciencial»: el «Juicio Final».

Llegados a este punto, ¿qué sentido tiene hablar de lo que el cristianismo califica como «Juicio Final», mencionado también, aunque con diversos nombres, por otras corrientes espirituales?. Pues con tal expresión se hace mención a un fenómeno real de carácter cosmogónico y trascendente cuyo verdadero contenido ha quedado postergado tras siglos de ignorancia. Tiene su base en un hecho reiterado a lo largo de las páginas precedentes: en la Creación, todo es suma de partes y forma parte de una suma superior, aunque cada parte es, a su vez, el Todo. Tal es la grandeza de la Divina Unidad, que se expresa tanto en términos físicos y materiales como energéticos y vibracionales.

Lo anterior es perfectamente aplicable a cada uno de nosotros. Como ser humano soy suma de partes, ya que estoy conformado por multitud de órganos y células que en mi unidad vital se vivifican. Y formo parte de una suma superior: la humanidad; y, aún más, el planeta Tierra, ser vivo en el que vivo y me vivifica. Igualmente, la Tierra se encuentra dentro del sistema solar de Ors, del que como ser humano formo parte y en el que vivo. Y su Sol, astro central, es un ser vivo que me vivifica.

Ors pertenece y se halla en un brazo menor (denominado brazo de Orión, por su proximidad a esta constelación) de una galaxia, la Vía Láctea (200.000 millones de estrellas), de la que como ser humano formo parte. Su Centro es un ser vivo que me vivifica, aún estando a 27.000 años luz (es conocido, junto a su entorno inmediato, como «bulbo galáctico», que contiene estrellas binarias de rayos X, radiación de alta energía procedente de la interacción de monumentales nubes moleculares con supernovas y un agujero negro gigante llamado Sagitario A).

Y la Vía Láctea se integra en un Grupo Intergaláctico o Cúmulo de Galaxias, una treintena aproximadamente (algunas cercanas en valores relativos —como la Nube de Magallanes, a 200.000 años luz- y otras más lejanas— la llamada El Triángulo está a 2,7 millones de años luz-; unas enormes —la mayor es Andrómeda— y otras más pequeñas —como su vecina M33—), del que formo parte y en el que vivo y cuyo Centro Intergaláctico es un ser vivo que me vivifica. Este Cúmulo Galáctico es uno de entre los muchos que acogen a los miles de millones de galaxias que conforman el Universo. Y el Universo se integra, a su vez, en el colosal y multidimensional Omniverso, del que formo parte y en el que vivo, en el que conviven diversos Universos en distintas dimensiones.

En este espectacular marco se desarrolla la vida en una innumerable cantidad de modalidades de existencia, encuadrables en muy distintos planos dimensionales y de frecuencia y rango vibratorio. Y en él también se despliega la consciencia, pues, como ya se ha reiterado, la Creación es Consciencia en expansión, por lo que la Creación es también Creador. Y el ser humano participa en ello a través de la elevación de su grado consciencial, que colabora a la expansión de la consciencia de la suma superior de la que forma parte y, así, a la expansión de la Consciencia de la Unidad.

Ahora bien, junto a esta perspectiva «de lo menor hacia lo mayor» (incremento mi grado de consciencia y contribuyo a la expansión de la consciencia de la suma de la que formo parte y, con ello, de la Unidad), hay que contemplar otra que es «de lo mayor hacia lo menor». No en balde, la suma superior de la que como humanos formamos parte —piénsese en la Vía Láctea— está compuesta por otras muchas modalidades de existencia que también avanzan consciencialmente. De manera que esa suma a la que pertenecemos puede experimentar un salto consciencial aunque la humanidad, parte de la misma o un ser humano concreto no hayan alcanzado el grado de consciencia suficiente como para participar activamente en el mismo.

Ambas perspectivas —de lo menor hacia lo mayor y viceversa— son plenamente coherentes entre sí y están perfectamente interrelacionadas, dando cuerpo a la «interacción consciencial» de la suma y sus partes. Por tal interacción, cada persona, si eleva el grado de consciencia, contribuye a la expansión de la consciencia de la suma a la que pertenece y de la Unidad; por el contrario, no ayuda a tal expansión si mantiene un bajo grado consciencial. Y también por tal interacción, cuando la expansión de la consciencia de la suma alcanza un determinado punto de calidad e intensidad energética —salto consciencial—, genera una oleada electromagnética, energética y vibratoria que impacta y tira vibracionalmente de aquellos de sus componentes que hayan alcanzado un grado de consciencia cercano al polo del Bien, en palabras usadas en párrafos anteriores, pero que no afectará a los que conserven su grado consciencial próximo al polo del Mal.

La clave es el Amor.

La suma a la que pertenecemos —conviene repetirlo— puede experimentar un salto consciencial aunque la humanidad, parte de la misma o un ser humano concreto no hayamos o haya logrado el grado de consciencia suficiente como para poder participar activamente en él. ¿Qué sucede entonces?

De forma alegórica, son numerosos los textos sagrados que responden a esta cuestión. Verbigracia, el Evangelio de San Mateos, que señala: «El Reino de los Cielos llegará a ser semejante a diez vírgenes que cogieron sus lámparas y salieron al encuentro del novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco eran prudentes. Las necias, al coger sus lámparas, no tomaron consigo aceite, mientras que las prudentes tomaron aceite en sus frascos, además de sus lámparas. Como el novio tardaba, todas sintieron sueño y se durmieron. Mas a mitad de la noche se levantó un clamor: «¡aquí está el novio, salgan a su encuentro!». Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. Mas las necias dijeron a las prudentes: «dadnos de vuestro aceite, porque nuestras lámparas están a punto de apagarse ». Replicaron las prudentes: «no sea que no alcance para nosotras y para vosotras; id a los vendedores y comprad para vosotras». Mientras ellas iban a comprar, llegó el novio y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas; y la puerta fue cerrada. Después llegaron las otras vírgenes y dijeron: «¡señor, señor, ábrenos». Pero él respondió: «les digo la verdad, no las conozco». Manteneos pues alerta, porque no sabéis ni el día ni la hora» (25,1-13).

En esta metáfora dirigida a explicar cómo llegará el Reino de los Cielos, éste se encuentra representado por el «novio», que, aunque tarda, puede aparecer en cualquier instante. Los seres humanos somos las «vírgenes» que lo esperan, siendo la «lámpara» nuestro nivel consciencial y el «aceite>» el trabajo interior de cada uno (dinámica vibratoria interactiva) para encender la consciencia, es decir, para elevar su gradación. Las vírgenes «prudentes» son las personas que a lo largo de la cadena de vidas avanzan consciencialmente y, a través de los correspondientes estadios de conciencia y experiencias, logran y conservan un alto grado de consciencia. En cambio, las «necias» son los seres humanos que, en su cadena de vidas, no incrementan el nivel consciencial o, incluso, retroceden en él, permaneciendo en un bajo grado de consciencia. Por último, el clamor que se levanta en un determinado momento —«¡aquí está el novio, salgan a su encuentro!»— refleja la venida del Reino de los Cielos, que es un salto de consciencia de la suma en la que los se res humanos estamos integrados. El influjo vibracional de este salto tirará energéticamente —«banquete de bodas»— de las personas que gocen de un alto grado de consciencia, mientras que no tendrá tal efecto —«la puerta fue cerrada »— para los que cuenten con un bajo grado consciencial.

De ahí que se nos inste a mantenernos «alerta» -—consciencia despierta y elevada-— porque no sabemos «ni el día ni la hora» en el que la suma de la que formamos parte experimentará el salto de consciencia, generando en toda ella, también en la Tierra y en la humanidad, un incremento energético que lanzará a otra dimensión vibracional a aquellos de sus componentes —seres humanos incluidos— que tengan un grado de consciencia alto y hayan contribuido a la propia expansión de la consciencia de la suma y de la Unidad.

A este respecto, cuando se hace mención a la elevación del grado de consciencia —acercamiento al polo del Bien—, es obvio que la clave radica en el Amor. Emotivamente lo recoge el Evangelio de San Mateo refiriéndose a los que gozan de un alto grado consciencial: «Heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme (…)Cada vez que lo hicisteis por uno de estos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis» (25, 34-36 y 40). San Juan de la Cruz lo resumió indicando que «a la tarde te examinarán en el amor», aunque no hay ningún juez ni autoridad externa que nos evalúe; sólo nosotros con nosotros mismos y el camino consciencial que hayamos seguido en libre albedrío, pues el amor al prójimo —dar de comer, beber, vestir,…— son las acciones innatas a nuestro Yo profundo, Espíritu o Amor, y señal de que éste ha cogido el mando de nuestras vidas, apagando el piloto automático del ego. 






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