"Crónicas de Ávalon" Emilio Carrillo B (1) Isla de Cristal.
A la Reina de las Tempestades, por su generosa y espléndida hospitalidad. A Merlyn por su enseñanzas y compañerismo. Y ambos por su cariño.
A Nimue, amada en mí y por mí, por tantas cosas.
A Morgana, amado en ella y por ella, por Todo.
A la Sacerdotisa que me dio su Corazón, en otro tiempo y en otro lugar, cuando tuve que marchar. Volverá a mi Corazón de la mano de Morgana cuando el Nuevo Mundo esté a punto de cristalizar. Sobre el Tor de Ávalon me encontrará.
ÍNDICE
La Isla de Cristal
Ritmo de vida
Merlín
Iapetus y Nibiru
Viaje al Centro Galáctico y a mi interior
Fanum
Vamos a contar mentiras
Práctica del ahora
Ho´oponopono
Campos morfogenéticos
Dimensionis
El Principio Holográfico
El Gran Teatro del Mundo
La Isla de Cristal.
Busco la inspiración para estas líneas oteando por el amplio ventanal que configura una de las cuatro paredes, de idéntico tamaño, que conforman mi habitación, orientada al este y situada en la planta más alta y noble del castillo de la Reina de las Tempestades. Contemplo el despertar de la mañana y al Sol enamorándola con sus refulgentes atractivos. La Luna se resiste a salir del escenario celeste y observa impasible estos devaneos matutinos, como pensando para sus adentros “¡todos los días lo mismo!”. Al fondo, la inmensidad del Océano Atlántico parece embravecerse cuanto más me concentro en su azul intenso. Y cercano, al alcance de la mano, se abre en extensión el multicolor paisaje de Ávalon, la isla en la que me dispongo a disfrutar de unas prolongadas vacaciones, ¡medio año sabático!, gracias a la invitación de Nimue.
Sobre el variado verdor de las lomas, que se suceden de forma raramente armónica hasta perderse en el horizonte, destaca la bella estampa de los manzanos, que en enorme número dan aquí durante todo el año sabrosas frutas. Nimue las llama “abal”, aunque sus dos mejores amigas, las también hadas Elaine y Igraine, prefieren denominarlas “aval” -remarcando la “v”- y “afal” -pronunciando la “f” entre “f” y “v”-, respectivamente. Según me explican, estas diferencias fonéticas obedecen al distinto origen geográfico, cultural e idiomático de cada una de ellas, pues Nimue nació en una ciudadela celta de Finisterre, muy próxima al lugar donde la conocí hace algunos años, Elaine en la Bretaña francesa e Igraine en las costas de Gales. En lo que sí coinciden las tres es en que el nombre de la isla deriva precisamente del otorgado a la fruta y no, como a veces se oye, de la palabra celta “Annawyn” (o “Annauvin”), que significa literalmente “Reino de Hadas”, por más que aquí vivan las tres citadas junto a otras seis reinas hadas más.
Hace ya unos días que llegue a Ávalon, no me pregunten exactamente cómo. Pero hasta ahora no había tenido un rato de sosiego en el que encender el portátil y meditar como más me gusta: vaciando mi mente de pensamientos en la medida en que me vuelco mi Ser en el teclado del ordenador. Sé que soy un privilegiado al poder residir durante unos meses en esta isla, vedada rotundamente a foráneos y escondida a extraños con un mágico velo que simula una densa bruma, curioso disfraz para una tierra tan llena de brillo. Por ello, tengo la intención de redactar y distribuir entre l@s amig@s una especie de crónicas, así las llamare, Crónicas de Ávalon, de lo que aquí vea y experimente. Es lo menos que puedo hacer en solidaridad con quienes no comparten mi suerte. Y, en esta primera entrega, he de contar lo más excitante que me ha acontecido hasta ahora: el encuentro con Morgana, la mayor de las mencionadas nueve reinas hadas.
Nimue, para que no me dejara engañar por las mentiras que se cuentan sobre Morgana –personificación, según algunos, del mal, el odio y la venganza-, me había hablado tanto de ella que creía que ya la conocía sobradamente. ¡Qué ingenuidad!. Estaba en aviso acerca de su belleza ardiente y el deseo, la tentación y la pasión que enciende, pero la realidad de Morgana supera cualquier expectativa. Su cara, moldeada con luz incolora; sus gestos, expresión del equilibrio mismo; sus palabras, precisas y cargadas de plenitud; su porte, ángel de fuego; su risa, imán de alegría; su aura, explosión cósmica; y sus lágrimas, cascada de amor. Sí, sus lágrimas, que la asaltan en cuanto empieza a hablar de su hermanastro Arturo, el célebre y mítico rey, cuyo cuerpo fenecido reposa desde hace quince siglos en una holgada cama dorada ubicada en medio de la Sala del Trono del castillo palaciego que Morgana, ella sola, habita: Arturo quedó moribundo en la Batalla de Camlann, en el año 537; y casi muerto fue traído a Ávalon en un navío pilotado por la propia Morgana, a la que Nimue, La Reina de Gales del Norte y la Reina de las Tierras Baldías acompañaron en tan triste travesía.
Para que la conociera, Nimue convenció a Morgana de que organizara una cena para un puñado de comensales y me incluyera entre los invitados. Al terminar la sobremesa, me adentré en el Salón del Trono y me dirigí al lecho donde yace Arturo. Al acercarme, quedé paralizado por una fuerza invisible que me impedía continuar mi aproximación. Desde la distancia que me vi forzado a respetar, contemplé el cuerpo de Arturo, incorrupto y hermoso a pesar de las centurias transcurridas desde su fallecimiento. En un momento dado, Morgana se situó a mi espalda para tomarme luego de la mano y alejarme a un rincón de la estancia, lejos del resto de contertulios. Me ofreció asiento en un confortable sillón, a la par que ella se dejaba caer en otro contiguo. Y, clavando sus ojos en los míos, me dijo:
-Querido Emilio, en tu entrecejo es muy visible el Tercer Ojo, que me indica que eres una persona en la que se puede confiar. Y antes de que te enteres por terceros, prefiero contártelo yo-.
-A que te refieres, Morgana-, le pregunté sorprendido.
-A mi hermanastro Arturo y a su enfrentamiento con Mordred, que llevó a la muerte a los dos-, afirmó con visible dolor.
-¿Mordred?-, musité.
-¿Nimue no te ha contado nada?-, me inquirió a la par que cruzaba las manos sobre su regazo.
-No, Morgana, nada en absoluto-, le contesté tranquilo, pues era la verdad.
-Lo debí suponer, dada su discreción. Mejor así, que lo sepas por mí-.
Y tras unos segundos de silencio y respiración profunda, prosiguió:
-Lady Igraine fue madre de Arturo y mía. De su primer matrimonio, con Gorlois, duque de Cornualles, nací yo. Y Arturo de sus segundas nupcias, con Uther Pendragon. Nunca nos encontramos antes de ser jóvenes. Y cuando lo hicimos, no nos reconocimos como hermanastros e, increíblemente, nos enamoramos. Apasionadamente, Emilio, locamente…-.
Aunque calló, no pude articular palabra y me limité a hundirme un poco más en mi asiento. Afortunadamente, pronto continuó:
-De nuestro amor nació un lindo bebe, al que pusimos como nombre Mordred. Pero cuando Arturo se dio cuenta de que éramos hermanos y nuestro hijo fruto del incesto, perdió la cabeza y quiso asesinarlo-.
-¡Cielos!-, exclamé sin poderlo evitar.
-Como madre, Emilio, no podía consentirlo y puse al pequeño a salvo, en los dominios de mi hermana Morgause. Sin embargo, Arturo era ya otra persona, nada que ver con el hombre honesto y generoso del que me enamoré. Inmerso en la demencia, mutó en Herodes y promulgó un bando ordenando que todos los niños que hubieran nacido por esa época fueran abandonados en una barca a merced del océano. Muchos inocentes perecieron por tan vil decisión. Aunque, protegido por su tía, Mordred logró sobrevivir. Y, ya de adulto, Morgause lo envío de retorno a la corte de Arturo para que ejerciera sus derechos reales.
-Y Arturo, ¿qué hizo?-, pregunté con el corazón dándome brincos ante la sinceridad de Morgana y la confianza que mostraba a pesar de acabarme de conocer.
-Nunca lo reconoció ni como hijo ni, mucho menos, como sucesor. Y cuando la confrontación entre Arturo y su caballero Lanzarote, a causa de los amores de Ginebra, debilitó al reino, Mordred aprovechó para proclamarse soberano. Lo que provocó la contienda entre sus partidarios y los de Arturo. ¡Padre e hijo en guerra abierta!. Por fin, en la Batalla de Camlann, Arturo mató a Mordred, aunque él también quedó herido de muerte-.
-Fue entonces cuando lo trajiste a Ávalon-, apostillé.
-Efectivamente. Y aquí falleció poco después. Desde entonces he custodiado y cuidado de su cuerpo esperando el día en que su alma asuma el reto de encarnarse en un nacido en Ávalon. Esa será la señal de que, en la cadena de vidas que constituye nuestra verdadera existencia, estará ya preparada para afrontar las asignaturas de índole espiritual que dejó pendiente cuando encarnó cual rey. Y yo estaré aquí para ayudarla y, a la vez, atar los cabos existenciales que, igualmente, tengo por cerrar-.
Llegados a este punto de la conversación, Morgana se levantó con lentitud y, sin mediar más palabras, puso el dedo índice de su mano izquierda sobre mis labios, me beso en el entrecejo y se alejó.
De retorno al castillo de la Reina de las Tempestades, Nimue me acompañó en silencio. Era consciente de que Morgana me había abierto su corazón. E intuía el efecto que ello había causado en el mío.
Aquella noche no quería dormir, sino refugiarme en el sueño. Pero me costó. No obstante, me levanté, como acostumbro, al amanecer y con una idea clara que emanaba pletórica y entusiasta de mi interior: si había llegado a Ávalon con unas ganas inmensas de acumular experiencias y conocimientos, ahora sabía que en la isla me aguardaba algo más trascendente. Exactamente aquello que Nimue me había anunciado al invitarme, pero entonces no entendí:
-En la isla tendrás la oportunidad de pasar al otro lado del espejo. En libertad, Emilio, siempre conforme a tu voluntad y en libre albedrío, en Ávalon podrás cruzar al otro lado del espejo. Es por eso que también la llamamos Ynys Witrin, es decir, la Isla de Cristal-.
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