Buscadores (17). Parte II: Consciencia. Capítulo 3 (4): El Vidente.- El espíritu.

El vidente. 

Obviamente, buscar, por sí sólo, sin más, no conduce a la realización. Y en el caso de que se buscara sin encontrar, la experiencia sería insulsa y frustrante nuestro proceso de aprendizaje. Pero no hay que preocuparse, pues, como también señala el Evangelio de San Lucas, «quien busca, halla» (11,10). En el plan divino todos los interrogantes llevan consigo la correspondiente respuesta, de modo que cuando llega ese momento sublime en el que nos preguntamos íntimamente dónde está Dios, se encuentra la contestación. Es más, siendo la motivación del buscador poder ver, esto se produce pronto a través del nacimiento del vidente.

La llegada del vidente significa el fin del ego y de toda identificación externa. Retomando la reflexión planteada en páginas anteriores acerca de que nuestra vida es una película en la que nosotros mismos somos guionista, director, cámara y protagonista, imaginemos ahora que somos también el espectador que, sentado en la butaca de un cine, la está viendo proyectada sobre la pantalla blanca. Mientras estamos dominados por el ego, nos concentramos en las imágenes que se mueven sobre la pantalla y las consideramos reales. En el momento en el que el buscador hace su aparición, empezamos a percatarnos de la irrealidad de tales imágenes. Y será con el nacimiento del vidente cuando nos giremos sobre la butaca, volvamos la cara hacia el foco de luz del proyector y veamos la imagen propia tal cual es: una proyección insustancial a la que hace real la desesperada necesidad del ego de conceder importancia a una mente y a un cuerpo limitados por el tiempo y el espacio. El vidente percibe y contempla lo que hay detrás de esta motivación del ego y, simplemente, deja de aceptarla.

Una cosa es pensar que somos espíritus con un cuerpo —espíritus teniendo una experiencia humana— y otra que somos humanos viviendo una experiencia espiritual. Existe un abismo entre ambas visiones. Si me veo como un cuerpo con espíritu, me rijo por el ego, concibo mi cuerpo como mi verdadera identidad y me sujeto a las leyes de la individualidad, de la separación y del desamor. En cambio, si
siento que soy un espíritu que posee un maravilloso vehículo planetario (cuerpo) al que tiene que cuidar y mimar, puedo verme como un ser inmenso que todo lo abarca; que es uno con Dios y, por tanto, con la fuente de energía absoluta en la que se cargan las pilas permanentemente. Y dejo de sentir dolor, depresión, pobreza, enfermedad, porque todo esto no existe en el mundo del Espíritu.

Los videntes se dan cuenta de que constituye una falacia el vernos a nosotros mismos como una envoltura de carne y hueso (cuerpo) que aloja una realidad subyacente (espíritu) de naturaleza divina —un fantasma dentro de una máquina—. Y hacen suya la primera de las dos perspectivas anteriores: somos espíritu con un cuerpo o, lo que es lo mismo, espíritu teniendo una experiencia humana. Pero comprendiendo, a la par, que todo es divino, tanto el ocupante (ser interior) como el vehículo planetario (cuerpo físico con todos sus componentes) en el que se aloja durante las distintas vidas físicas que conforman su encarnación en la Tierra. El cuerpo es espíritu que ha tomado una forma que los sentidos pueden palpar, ver y oler; la mente es espíritu bajo una forma que puede oírse y entenderse. El espíritu mismo, en su forma pura, no es ninguna de estas cosas y sólo puede percibirlo la inspiración perfeccionada.

El mundo empezará a desaparecer como cosa sólida y a retroceder hacia el interior de la abrumadora luz del Ser. Dará la sensación de un nuevo nacimiento. El vidente se diferencia del buscador en que ya no tiene que escoger con cuidado. El buscador continúa envuelto en una ilusión cuando va por ahí preguntándose dónde está Dios y dónde no está. El vidente, en cambio, ve a Dios en la vida misma. Así de sencillo. Esto hace que la larga guerra interior haya terminado por fin y el guerrero encuentra descanso. En vez de lucha, experimentamos la realización natural, espontánea y sin esfuerzo de todos nuestros anhelos.

En este punto, cuando el ojo se posa en algo, este algo se acepta tal como es, sin juzgarlo. Comprendemos que no tenemos carencia alguna que llenar, ningún problema o deseo; actuamos, por supuesto, movidos por la compasión y el amor al prójimo, pero sin apegos. Y ante nosotros aparece, por fin, la gran verdad luminosa de nuestra existencia como seres humanos: el hecho de estar en esta vida y en nuestro cuerpo es el más alto objetivo espiritual que podemos alcanzar. Conscientes de nuestro Ser, enamorados con la Divina Unidad en la que somos y viviendo el presente como lo único que existe, no haremos otra cosa que emanar amor incondicional, energía pura, a nuestro alrededor: haremos el Cielo en la Tierra. El conocimiento debe dejar paso a la acción y ser convertido en sabiduría: de la teoría a la experiencia; del conocer al saber amar al prójimo.

No hay señales externas que identifiquen a los videntes que hay en este mundo. Mas por dentro se sienten abiertos y felices; permiten que los demás sean quienes son, lo cual es la forma más profunda de amor; no ponen ningún obstáculo en el camino de las demás personas y de los acontecimientos; y han renunciado a todo sentido pequeño de «yo», que ya no domina ni sus mentes ni sus vidas, dirigidas de manera cada vez más consciente por el verdadero Yo. 

Y el vidente, profundizando en su luminosa experiencia, comprobará que lo que parece ser gozo y realización total aún puede ampliarse más. Porque llegar a la presencia de Dios no es el fin de la búsqueda, sino el principio. Empezamos en la inocencia y del mismo modo terminamos, más esta vez la inocencia es diferente, porque hemos adquirido consciencia, conocimiento completo y absoluto, mientras que un bebé sólo tiene sentimiento.

El espíritu.

Cuando logramos vernos a nosotros mismos como espíritu, cesa nuestra identificación con este cuerpo y con esta mente. Al mismo tiempo, se diluyen y extinguen los conceptos de nacimiento y muerte. Seremos una célula en el cuerpo del Universo; y este cuerpo cósmico será tan íntimo para nosotros como ahora lo es nuestro propio cuerpo físico. Se comprende entonces que el nacimiento es meramente la idea de que «tengo este cuerpo»; y la muerte no es más que la de «ya no tengo este cuerpo». Al no estar ya sometidos a la ilusión del nacimiento, cualquier cuerpo que asumamos lo veremos como una pauta de energía; y cualquier mente, como una pauta de información. Estas pautas cambian siempre: vienen y se van. Pero nosotros mismos estaremos más allá del cambio.

El espíritu nace del silencio puro. Cuando se cita al espíritu, se apunta hacia un mundo invisible. De él salen volando hacia nosotros flechas de luz que encienden nuestra alma, pero nosotros no podemos responder lanzando flechas de pensamiento. Una rosa sería misteriosa si sólo pudiéramos pensar en ella, sin experimentarla nunca. El espíritu es una experiencia directa, pero transciende este mundo. Es silencio puro y rebosante de potencial infinito. Cuando adquirimos conocimiento de cualquier otra cosa, adquirimos conocimiento de algo; cuando adquirimos conocimiento del espíritu, nos convertimos en el conocimiento mismo. Todos los interrogantes cesan porque nos encontramos en el centro mismo de la realidad, donde todo, sencillamente, es.

El dialogo interior de la mente debe concluir y no volver a empezar jamás, porque lo que dio origen al diálogo interno, la fragmentación del yo, ya no está presente. Nuestro cuerpo será yo unificado y, al igual que el bebé que fue nuestro principio, no sentiremos ninguna duda, vergüenza ni culpa. La necesidad de dualidad del ego dio por resultado un mundo de bien y mal, correcto y equivocado, luz y sombra. Ahora veremos que estos antónimos se funden. Tal es la perspectiva de Dios, porque en todas las direcciones hacia las que mira sólo se ve a Sí Mismo.

El espíritu es un grado de consciencia que podemos denominar <<estado de lo milagroso>>. Y nos impulsa sucesivamente hacia tres etapas o estadios de conciencia:

Estadio de «conciencia cósmica», en la que «experimentamos milagros»: Todo acontecimiento material tendrá una causa espiritual; todo suceso local tendrá lugar también en el escenario del Universo. Nuestro menor deseo hará que las fuerzas cósmicas causen su realización. Por maravilloso que parezca, no es un estado tan avanzado, pues mucho antes de que alcancemos este estadio de conciencia estaremos acostumbrados a que nuestros deseos se realicen espontáneamente.

Estadio de «conciencia divina», en la que «obramos milagros»: Es el estado de la creatividad pura, en el cual nos fundimos con el poder de Dios, por medio del cual Dios crea mundos y todo lo que acontece en ellos. Este poder no procede de nada que Dios haga; sencillamente, es su luz de la consciencia. Como un resplandor vivo, veremos la consciencia divina brillando a través de todo lo que nuestros ojos contemplen. El mundo pasa a estar iluminado desde dentro y no cabe ninguna duda de que la materia es simplemente espíritu hecho manifiesto. En la divina consciencia nos veremos a nosotros mismos como creador, en vez de lo que ha sido creado -como el que da la vida, en lugar del que la recibe-.

Estadio de «conciencia de la Unidad», en el que «nos convertimos en el milagro»: Desaparece cualquier distinción entre el creador y lo que es creado; Creador y Creación se unifican de manera indisoluble, sin que el uno pueda ser sin el otro. El Espíritu que hay en nosotros se funde por completo con el Espíritu que hay en todo lo demás. Nuestro retorno a la inocencia lo abarca todo, porque, al igual que el bebé que toca la cuna sólo se siente a sí mismo, veremos toda acción como espíritu entrando en espíritu. Viviremos inmersos en un conocimiento y confianza completos. Y, aunque parecerá que todavía residimos en un cuerpo, será sólo un grano de Ser en las costas del infinito océano del Ser que somos nosotros mismos:  Creador&Creación; Creación&Creador.



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