"Crónicas de Ávalon" Emilio Carrillo B (6) Iapetus y Nibiru.

Iapetus y Nibiru.

Ya me he referido en una Crónica anterior a la villa rural en la que Nimue reside. Lo que no os he contado todavía es que en la parte superior de la chimenea que domina el salón principal, protegida a buen recaudo en una urna de cristal empotrada en la pared de piedra, reposa un objeto muy singular. Seguro que habéis oído hablar de él. Se trata de la ilustre espada que perteneció al rey Arturo, la afamada Excalibur. Aunque éste no es su verdadero nombre, sino Scaledflwch.

-Scaledflwch-, me indicó Nimue la primera vez que me habló de ella, -no tiene una traducción directa, sino que es la suma de dos significados: por un lado, “scaled”, cuya traducción es “cortar de un tajo” o “corte profundo”; y, por otro, “flwch”, que puede ser interpretado como “fulgor” o “rayo”. Por tanto, Scaledflwch, o Excalibur cual tú la llamas, hace referencia a un rayo que produce un corte duro, seco y hondo. De hecho, en esto se convertía en manos de Arturo, dándole un poder que lo hacía casi invencible -.

-¿Qué edad tenía Arturo cuando logró sacarla de la piedra en la que estaba incrustada?-, le pregunté basándome en la leyenda que he visto reflejada en tantas producciones cinematográficas.

-Scaledflwch no es aquella espada clavada en una roca y que sólo Arturo, como legítimo sucesor de Uther Pendragon, pudo arrancar-, me contestó Nimue con un cierto tono de cansancio, mostrando que no era precisamente la primera vez que tenía que explicar aquello a alguien.

-¿No?-, me limité a decir.

-No, Emilio. Scaledflwch fue creada expresamente para Arturo bajo las directrices de Viviana, una Maestra de Hadas que fue compañera de Merlín cuando éste aún era joven. Al morir Arturo, Merlín decidió que yo la custodiara. Y me explicó que se forjó fundiendo metales no existentes en la Tierra y que fueron traídos desde otro planeta-.

Observando mi cara de extrañeza, exclamó:

-¡No creerás que la Tierra es el único lugar del Cosmos donde habitan seres inteligentes!-.

Aquella conversación quedó ahí. Pero su contenido se grabó en mi memoria. Tanto como para que fuera uno de los asuntos que traía en la cabeza cuando arribé a Ávalon, dispuesto a profundizar en él en cuanto tuviera ocasión.

Y esta se presentó hace unas pocas fechas. Aproveché que Nimue me invitó a comer a su casa y que, por el frío reinante, colocó la mesa muy cerca de la chimenea sobre la que luce Scaledflwch. Mientras nos deleitábamos con un espléndido arroz con setas cocinado por ella y bebíamos cerveza de doble malta regalada por Morgana, en un punto de la conversación saqué a colación la composición metálica de la espada, recordándole lo que me había comentado en su momento al respecto. Tras lo cual, afirmé con convencimiento:

-No tengo dudas de que existe inteligencia extraterrestre. Es obvio que el Universo es Vida. Y seguro que ésta se manifiesta en multitud de modalidades de existencia desparramadas por sistemas solares y galaxias-.

-Haces bien en creerlo, pues así es-, me interrumpió. -Pero no tienes que irte tan lejos. Hay vida alienígena en nuestro propio sistema solar, llamado Ors por vosotros y Oort en Ávalon. Y no porque venga de fuera del mismo, sino porque está en él, desde ¡vete a saber cuándo!. Aunque no lo divulguen, muchos científicos y astrofísicos contemporáneos saben ya, por ejemplo, que Jápeto o Iapetus, el octavo, en distancia, satélite de Saturno, es realmente un objeto manipulado artificialmente-.

-¿Iapetus?-, la interrogué.

-Mide aproximadamente 1.500 kilómetros de diámetro; y es, tras Titán y Rea, el tercero en tamaño de los que orbitan Saturno. Tarda exactamente 79,33 días en completar una vuelta alrededor del planeta, a una distancia media de 3.5 millones de kilómetros. Fue descubierto, en 1671, por Giovanni Cassini, en cuyo honor se denominó la sonda espacial que lleva su nombre. Y la comunidad científica lo considera el satélite más misterioso y chocante de Ors. La propia NASA ha reconocido su rareza, aunque argumenta que su formación se debe a residuos ancestrales de cuerpos sólidos o colisiones cósmicas durante el origen de nuestro sistema solar. Pero hay quienes han ido más allá en sus indagaciones y conclusiones. Es el caso de Richard C. Hoagland, que en 2005 acometió el análisis más completo y detallado que hasta ahora nadie haya efectuado sobre Iapetus-.

-Veo, Nimue, que eres una experta en esta luna saturniana-, proferí entusiasmado en tanto me daba un descanso en mi mano a mano con el arroz y apoyaba mi espalda en el duro, pero cómodo, respaldo de la silla de madera de roble en la que me había acomodado.

-Es algo que sabemos todas las hada-, alegó con soltura a la par que me lanzaba una guiñó con su ojo izquierdo y llenaba mi vaso con más cerveza de espesa malta para reponer la que me sirvió al poco de sentarnos a comer.

-¿Y qué demostró Hoagland?-, le inquirí tras dar un largo trago al tostado y turbio líquido, que en la Isla de Cristal, en afinidad con arcaicas culturas, valoran cual bebida sagrada.

-Pues lo que aquí sabemos hace siglos. Primero, gracias al examen de la configuración y características del satélite respecto de la reflexión de la luz solar, constató su particular forma geométrica dodecaedral-esferoidal. Y seguidamente, comprobando su rotación, se percató de una peculiaridad única en Ors: Iapetus tarda exactamente lo mismo, los 79,33 días que te apunté antes, tanto en completar una vuelta en torno a Saturno como en rotar sobre su propio eje. Es como si la Tierra se tomara en girar sobre sí misma no 24 horas, sino los 365 días que tarda en hacer una rotación completa alrededor del Sol-.

-¡Sorprendente!- exclamé.

-Y la cosa no termina ahí. Estudiando las fotos tomadas precisamente por la sonda Cassini el 31 de Diciembre de 2004, a 65.000 kilómetros de Iapetus, Hoagland detectó zonas que revelan una geometría artificial, con planos cuya morfología geométrica es incompatible con un satélite natural. Destaca, en especial, una inmensa arista rectilínea que supera los 18.000 metros de altura, algo más del doble que el Monte Everest, que divide su ecuador, conformando una gran cordillera o pliegue central. Y asombrosas formas rectilíneas tridimensionales que se repiten por toda la superficie del astro, así como vestigios de torres y arquitecturas verticales muy elevadas que nada tienen que ver con la naturaleza-.

-¿Estás al tanto de lo qué la NASA opina al respecto?-.

-¡Qué quieres que opine!-, respondió evidenciando la candidez de mi pregunta. -Nunca ha aclarado el por qué de estas “anomalías”, ya que no existe una explicación “natural” que alcance a explicar la configuración esferoide de Iapetus, ni su enorme pliegue central, ni las demás singularidades que te he resumido. Eso sí, en 1980, Donald Goldsmith y Tobias Owen escribieron textualmente en un informe para la NASA que “esta inusual luna es el único objeto del sistema solar que podemos seriamente considerar como un signo alienígena, un objeto natural deliberadamente modificado por una avanzada civilización”-.

-¿Qué conclusión alcanzó Hoagland?-, la interpelé sin poder ocultar mi emoción por lo que estaba escuchando.

-Una muy parecida: que la geometría y rotación de esta luna de Saturno implica algún mecanismo interno de automotricidad, que desafía rotundamente los patrones conocidos de todos los demás satélites de Oort y pone de manifiesto la existencia de algún tipo de propulsión interna que le hace describir un movimiento programado respecto de Saturno. Y concluyó aseverando que Iapetus fue construido fuera de nuestro sistema solar y traído después a Saturno-.

-¿Y fueron los “habitantes” de Iapetus los que acarrearon a la Tierra los metales con los que se fraguó Scaledflwch?-.

-No, Emilio, el material con que se forjó la espada proviene, efectivamente, de nuestro sistema solar, pero de un astro más lejano que Iapetus. ¿Has oído hablar de Nibiru?-.

Nimue había terminado de comer y se limitaba a beber, de vez en cuando, pequeños sorbos de cerveza para acompañar la plática. Tenía el rostro iluminado lateralmente por el refulgir de las llamas en la chimenea, de modo que podía ver la comisura de su boca ligeramente estirada, como si esbozara una sonrisa. Su belleza aturdía. Y en la expresión facial, en los ademanes y en el tono de voz se le notaba que no es que creyera lo que me estaba desvelando, sino que lo sabía con la certeza de quien hubiera estado en esos remotos parajes del espacio exterior.




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