"Buscadores" (12) Emilio Carrillo.- Cap. 2 (5): Del laberinto (del fauno) al cielo (berlinés)

Al final de la búsqueda, ¿consistirá el encuentro en descubrir nuestro auténtico ser interior y constatar que es una porción —chispa, idea, pensamiento, energía...— que comparte la esencia de esa mente infinita y eterna que El Kybalión denomina Todo y comúnmente llamamos Dios?.

La famosa película de Guillermo del Toro titulada El laberinto del fauno, coproducción hispano-mexicana de 2006, arranca con una voz en «off» que nos introduce así en el argumento: «Cuentan que hace mucho, mucho tiempo, en el reino subterráneo donde no existe la mentira ni el dolor, vivía una princesa que soñaba con el mundo de los humanos: soñaba con el cielo azul, la brisa suave y el brillante sol. Un día, burlando toda vigilancia, la princesa escapó. Una vez en el exterior, la luz del sol la cegó y borró de su memoria cualquier indicio del pasado. La princesa olvidó quién era, de dónde venía; su cuerpo sufrió frío, enfermedad y dolor; y, al correr de los años, murió. Sin embargo, su padre, el rey, sabía que el alma de la princesa regresaría, quizá en otro cuerpo, en otro tiempo y en otro lugar. Y él la esperaría hasta su último aliento; hasta que el mundo dejara de girar».

¿Constituirá esta historia, protagonizada en el film por Ofelia (Ivana Baquero), una hermosa metáfora y una bella aproximación a la experiencia que los seres humanos vivimos inmersos en una ilusión de individualidad, pues verdaderamente estamos integrados en una única identidad de esencia divina, infinita y eterna?. Retomando El hombre rebelde de Camus mencionado al comienzo del Capítulo 1, ¿será con el olvido de nuestro linaje divinal cuando comienza el tiempo del exilio, de la interminable busca de justificación, de la nostalgia sin objeto, de los interrogantes más penosos, los del corazón que se pregunta dónde puedo sentirme en mi casa?. Agustín de Hipona relacionó el «conócete a ti mismo» con la divinidad y señaló como finalidad de la vida «conocerte y conocerme» («noverim te, noverim me»). ¿Se conoce el ser humano cuando va al fondo de sí y halla esa estirpe divina?.

El propio San Agustín cuenta en sus Confesiones (Libro X, 27) la experiencia del encuentro partiendo del «Sero te amavi, pulchritudo tam antiqua et tam nova»: «Tarde os amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde os amé. Y he aquí que Vos estabais dentro de mí y yo de mí mismo estaba fuera; y por defuera yo os buscaba. Y en medio de las hermosuras que creasteis irrumpía yo con toda la insolencia de mi fealdad. Estabais conmigo y yo no estaba con Vos. Manteníanme alejado de Vos aquellas cosas que si en Vos no fuesen, no serían. Pero Vos derramasteis vuestra fragancia, la inhalé en mi respiro y ya suspiro por Vos (...) Encendime en el deseo de vuestra paz».

Bajo esta óptica, todos los seres humanos somos buscadores, pero nos encontramos en distintos grados de consciencia y conocimiento íntimo:

— Buscadores que, cegados por la luz del sol, desconocen que lo son; príncipes y princesas que han olvidado su linaje y sufren la nostalgia sin objeto.

— Buscadores que han tomado consciencia de serlo y buscan recordar lo que son, de dónde vienen, cuál es su casa.

— Buscadores que ya han experimentado el encuentro, hallando dentro de sí lo que buscaban por defuera, y continúan en el mundo de los humanos para ayudar a tantos príncipes y princesas que buscan y, aún, no encuentran.

— Y buscadores que experimentaron el encuentro y para los que terminó el tiempo del exilio. Viven ya con su padre en el reino donde no existe la mentira ni el dolor, que en verdad no es subterráneo, sino Luz que no ciega. De él no querrán volver a salir jamás.

Con relación al tercer tipo de buscadores, de algún modo hay que llamarlos, la obra maestra del cine El cielo sobre Berlíncinta de 1987 dirigida por Win Wenders con base en una novela de Peter Handke, realiza una alegoría sobre ellos a través de dos ángeles que vagan por el Berlín de la posguerra. Invisibles a los seres humanos, salvo para los niños y los sencillos de corazón, dan su ayuda a las almas perdidas, aunque sin poder cambiar el curso de las cosas. Pero la misma ansia que empuja a la princesa de El laberinto del faunoimpulsa a uno de ellos a transformarse en humano, decidido a sentir sensaciones y sentimientos que no sean puramente espirituales —se enamora y sacrifica su inmortalidad por una joven y hermosa trapecista—. Transformación que, exactamente en sentido inverso, es una metáfora acerca del camino de transfiguración que recorremos los seres humanos cuando comprobamos en la búsqueda que la felicidad no se halla en experiencias materiales, ni en los apegos y guiños del mundo exterior.

Ahora bien, la evolución por estos diferentes tipos de buscadores, es decir, de grados de consciencia y conocimiento interior, ¿acontece en una sola vida o lo largo de una cadena de vidas que constituye nuestra auténtica existencia humana?. La teoría de la reencarnación remite a esta segunda posibilidad. A lo que va ligado el término sánscrito «samsara», que desde 2001 ha hecho suyo el Diccionario de la Lengua de la Academia Española: «en algunas doctrinas orientales, ciclo de transmigraciones, o de renacimientos, causados por el karma».

La película La fuente de la vida, de 2006, dirigida por Darren Aronofsky, aporta claves muy hermosas e interesantes al respecto a través de las experiencias del protagonista (Hugh Jackman), que transita del siglo XVI al XXVI por un proceso de reencarnaciones incitado por el amor a su mujer (Rachel Weisz), que padece cáncer, y en busca del Árbol de la Vida que le permita salvarla de la enfermedad.



Por si no has visto la película, te la comparto. Si la vistes, nunca está de más re-cordar: """Cuentan que hace mucho, mucho tiempo, en el reino subterráneo donde no existe la mentira ni el dolor, vivía una princesa que soñaba con el mundo de los humanos: soñaba con el cielo azul, la brisa suave y el brillante sol. """ 💓




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