"Buscadores" (13) Emilio Carrillo.- Cap. 2 (6): La influencia secreta de la música.
La influencia secreta de la música.
En La fuente de la vida, el recorrido por centurias tiene el acompañamiento de la magnífica banda sonora de Clint Mansell. También los seres humanos contamos con la música a lo largo de la búsqueda; y con el encuentro, sus notas explotan en un canto de sublime armonía y equilibrio. Y tratándose de búsqueda y música, hay que rememorar a Cyril Scott y su muy peculiar libro La música: su influencia secreta a través de los tiempos (Editorial Orión; México D.F., 1968 -traducción de la 6ª edición inglesa de 1958-).
Entre otras muchas cosas relativas a los poderes ocultos de la música, este pianista y compositor británico nos recuerda que Brahms confesó, cuatro meses antes de fallecer, que cuando componía se sentía inspirado por un poder fuera de él; creía en un Espíritu Supremo y mantenía que sólo cuando el artista se abría a Él se hallaba en condiciones de componer obras inmortales. Lo podemos entender escuchando su Sinfonía n 4º en mi menor. Y aún mejor en sus Cuatro cantos graves, postrera obra del compositor, presagio del cercano final, donde la muerte aparece concebida como un retorno a la Unidad Divina.
A lo que también se refería Beethoven en esta frase que se
le atribuye: «Música: Las vibraciones en el aire son el aliento divino hablando con alma de hombre. La música es el lenguaje de Dios». La película Copying Beethoven, de 2006, dirigida por Agnieszka Holland, la recoge en la única escena en la que el compositor (Ed Harris) se sienta para conversar sosegadamente con su copista (Diane Kruger). ¿Alguien puede dudarlo con la Novena sonando de fondo?.
Quizá porque la música, la vibración, es el lenguaje divino, Johann Sebastian Bach pudo sintetizar a través de ella la búsqueda humana. Lo hizo magistralmente mediante varias composiciones. En el Preludio de Coral para Órgano (BWV 646) simbolizó el proceso de búsqueda con una serie de notas básicas que se repiten en desarrollo mientras el fondo musical se hace cada vez más rítmico y complejo, reflejando la perfección lograda por el aprendizaje en nuestra experiencia humana en sucesivas encarnaciones. Es en este marco en el que el ser humano, por fin, encuentra. Y lo hace desde su interior (Bach lo representa en la utilización del cello) y en sagrada soledad: ahí el por qué de la Suite de cello solo nº1 (BWV 1007). Por fin, tras el encuentro sólo queda la paz y la felicidad perfectas. Lo que el músico representó en dos violines cuyas dulces notas se hacen finalmente una en un proceso que es prolongado, pero no demasiado en un contexto de eternidad: su II Largo, ma non tanto del Concierto para dos violines (BWV 1043).
Búsqueda y encuentro que también se hallan en otras muchas piezas musicales de muy diversos compositores, desde el muy conocido Canon de Pachelbel —con dos bandas melódicas que avanzan en equilibrio y riqueza como símbolo de la naturaleza una y doble, interior y exterior, del ser humano— al dulcísimo Largo from «Serse» de Handel. Como subraya Cyril Scott, «La melodía es el grito del hombre a Dios; la armonía es la respuesta de Dios al hombre». Una respuesta que descubrimos en la inspiración de Mozart, la simpatía de Mendelssohn, el refinamiento de Chopin, la feminidad y la infancia volcadas en Shumann, la profundidad iluminada de Wagner, el individualismo de Strauss, el puente a la divinidad de Franck, las reminiscencias akásicas y de «mantras» de Debussy, el exponente dévico de Scriabin o la sublimación de la fealdad de Moussorgsky, sin olvidar a Grieg, Tschaikowsky, Delius, Ravel y tantos otros.
El sonido vibratorio como apoyo en la búsqueda y al servicio de la evolución interna del ser humano. Sin principio, ni final. No por casualidad, Bach y Beethoven dirigieron sus últimos esfuerzos al «arte de la fuga» como forma musical suprema y vanguardista. Beethoven insistió en ello en su lecho de muerte. Y Bach, alcanzó la cima de su genial escritura contrapuntística en sus obras finales, especialmente en la inacabada El Arte de la fuga y en la Ofrenda musical. En ésta, la mención «buscad y hallaréis» revela el esoterismo de un Bach volcado hacia la tradición medieval, donde el contrapunto era tarea de iniciados, no accesible a todos los oídos.
Y es que la música no transmite lo mismo para cada cual; y no puede describirse con palabras. Tal es su grandeza y naturalidad. Se diferencia, así, del lenguaje oral. Éste constituye un instrumento fundamental para racionalizar internamente y transmitir a los demás los conocimientos derivados de nuestras experiencias vitales e intelectuales. Pero esto hace que, de manera inconsciente, tendamos a creer que la experiencia existe en letras y palabras, confundiendo el hecho experiencial con su expresión literal.
Lo cierto es que cuando de manera conceptual se refleja una experiencia, ésta asume su propia objetividad, que solemos tratar de modo independiente. Por lo que existe el peligro tanto de malinterpretar el concepto, tomándolo como hecho experimentado, como de terminar olvidando la experiencia misma. Sin embargo, ésta se sitúa muy por encima de las nociones que utilizamos para interiorizarla o transferirla. Y el examen y estudio de los saberes teóricos no pueden hacer olvidar que lo importante es esa experiencia viva, genuina, pura y directa.
Para enfatizar lo anterior, existe una sabiduría ancestral que insiste en que no se trata de «conocer», sino de «ver». Porque el avance espiritual de cada ser se forja en la experiencia, la cual no puede ser transmitida tal cual es, corriéndose siempre el riesgo de diluirla entre los conceptos
y nociones abstractos. Debido a ello, diversas escuelas de pensamiento nos han advertido sobre lo que sintetiza muy bien esta reflexión tomada de los maestros zen: «Por muy grande que sea el entendimiento de los conceptos, éstos, ante la experiencia real, son como copos de nieve cayendo sobre el fuego ». Por muy exactas y detalladas que sean las explicaciones, no hacen más que girar alrededor de la experiencia en sí, sin abarcarla nunca.
La música se mueve en la esfera de «ver». Lo hace por medio de la vibración. Esto la enlaza directamente con lo que algunos textos sagrados consideran el arranque de la existencia. Recuérdese el inicio del Evangelio de San Juan: «Al principio fue el Verbo». Pitágoras descubrió, dando lugar al nacimiento de lo que hoy entendemos por ciencia, que el tono guarda relación con la longitud de la cuerda: vibración. Hubo que esperar siglos para que el gran científico Michael Faraday demostrara que el magnetismo, la
electricidad, la luz y el sonido son distintos aspectos de una
misma fuerza: vibración. Y, en la época actual, según la ya citada Teoría de Cuerdas, el más novedoso intento de construir una teoría unificada del comportamiento de la materia en el Universo, la mejor manera de representar la conducta de las ondas de partículas subatómicas es una cuerda que vibra: vibración.
El Kybalión sintetiza así el principio de vibración: «Nada está inmóvil; todo vibra». Y asegura que su entendimiento permite el control de las vibraciones mentales y de los fenómenos naturales, en el convencimiento de que son los distintos grados vibratorios los que explican las diferencias entre las diversas manifestaciones de la materia, la mente y el espíritu. Ahondaremos en ello en próximos capítulos.
La película Copying Bethoveen, por si aún no la conoces, o quieres volver a verla:
https://www.youtube.com/watch?v=QFhusCy-a8I
En La fuente de la vida, el recorrido por centurias tiene el acompañamiento de la magnífica banda sonora de Clint Mansell. También los seres humanos contamos con la música a lo largo de la búsqueda; y con el encuentro, sus notas explotan en un canto de sublime armonía y equilibrio. Y tratándose de búsqueda y música, hay que rememorar a Cyril Scott y su muy peculiar libro La música: su influencia secreta a través de los tiempos (Editorial Orión; México D.F., 1968 -traducción de la 6ª edición inglesa de 1958-).
Entre otras muchas cosas relativas a los poderes ocultos de la música, este pianista y compositor británico nos recuerda que Brahms confesó, cuatro meses antes de fallecer, que cuando componía se sentía inspirado por un poder fuera de él; creía en un Espíritu Supremo y mantenía que sólo cuando el artista se abría a Él se hallaba en condiciones de componer obras inmortales. Lo podemos entender escuchando su Sinfonía n 4º en mi menor. Y aún mejor en sus Cuatro cantos graves, postrera obra del compositor, presagio del cercano final, donde la muerte aparece concebida como un retorno a la Unidad Divina.
A lo que también se refería Beethoven en esta frase que se
le atribuye: «Música: Las vibraciones en el aire son el aliento divino hablando con alma de hombre. La música es el lenguaje de Dios». La película Copying Beethoven, de 2006, dirigida por Agnieszka Holland, la recoge en la única escena en la que el compositor (Ed Harris) se sienta para conversar sosegadamente con su copista (Diane Kruger). ¿Alguien puede dudarlo con la Novena sonando de fondo?.
Quizá porque la música, la vibración, es el lenguaje divino, Johann Sebastian Bach pudo sintetizar a través de ella la búsqueda humana. Lo hizo magistralmente mediante varias composiciones. En el Preludio de Coral para Órgano (BWV 646) simbolizó el proceso de búsqueda con una serie de notas básicas que se repiten en desarrollo mientras el fondo musical se hace cada vez más rítmico y complejo, reflejando la perfección lograda por el aprendizaje en nuestra experiencia humana en sucesivas encarnaciones. Es en este marco en el que el ser humano, por fin, encuentra. Y lo hace desde su interior (Bach lo representa en la utilización del cello) y en sagrada soledad: ahí el por qué de la Suite de cello solo nº1 (BWV 1007). Por fin, tras el encuentro sólo queda la paz y la felicidad perfectas. Lo que el músico representó en dos violines cuyas dulces notas se hacen finalmente una en un proceso que es prolongado, pero no demasiado en un contexto de eternidad: su II Largo, ma non tanto del Concierto para dos violines (BWV 1043).
Búsqueda y encuentro que también se hallan en otras muchas piezas musicales de muy diversos compositores, desde el muy conocido Canon de Pachelbel —con dos bandas melódicas que avanzan en equilibrio y riqueza como símbolo de la naturaleza una y doble, interior y exterior, del ser humano— al dulcísimo Largo from «Serse» de Handel. Como subraya Cyril Scott, «La melodía es el grito del hombre a Dios; la armonía es la respuesta de Dios al hombre». Una respuesta que descubrimos en la inspiración de Mozart, la simpatía de Mendelssohn, el refinamiento de Chopin, la feminidad y la infancia volcadas en Shumann, la profundidad iluminada de Wagner, el individualismo de Strauss, el puente a la divinidad de Franck, las reminiscencias akásicas y de «mantras» de Debussy, el exponente dévico de Scriabin o la sublimación de la fealdad de Moussorgsky, sin olvidar a Grieg, Tschaikowsky, Delius, Ravel y tantos otros.
El sonido vibratorio como apoyo en la búsqueda y al servicio de la evolución interna del ser humano. Sin principio, ni final. No por casualidad, Bach y Beethoven dirigieron sus últimos esfuerzos al «arte de la fuga» como forma musical suprema y vanguardista. Beethoven insistió en ello en su lecho de muerte. Y Bach, alcanzó la cima de su genial escritura contrapuntística en sus obras finales, especialmente en la inacabada El Arte de la fuga y en la Ofrenda musical. En ésta, la mención «buscad y hallaréis» revela el esoterismo de un Bach volcado hacia la tradición medieval, donde el contrapunto era tarea de iniciados, no accesible a todos los oídos.
Y es que la música no transmite lo mismo para cada cual; y no puede describirse con palabras. Tal es su grandeza y naturalidad. Se diferencia, así, del lenguaje oral. Éste constituye un instrumento fundamental para racionalizar internamente y transmitir a los demás los conocimientos derivados de nuestras experiencias vitales e intelectuales. Pero esto hace que, de manera inconsciente, tendamos a creer que la experiencia existe en letras y palabras, confundiendo el hecho experiencial con su expresión literal.
Lo cierto es que cuando de manera conceptual se refleja una experiencia, ésta asume su propia objetividad, que solemos tratar de modo independiente. Por lo que existe el peligro tanto de malinterpretar el concepto, tomándolo como hecho experimentado, como de terminar olvidando la experiencia misma. Sin embargo, ésta se sitúa muy por encima de las nociones que utilizamos para interiorizarla o transferirla. Y el examen y estudio de los saberes teóricos no pueden hacer olvidar que lo importante es esa experiencia viva, genuina, pura y directa.
Para enfatizar lo anterior, existe una sabiduría ancestral que insiste en que no se trata de «conocer», sino de «ver». Porque el avance espiritual de cada ser se forja en la experiencia, la cual no puede ser transmitida tal cual es, corriéndose siempre el riesgo de diluirla entre los conceptos
y nociones abstractos. Debido a ello, diversas escuelas de pensamiento nos han advertido sobre lo que sintetiza muy bien esta reflexión tomada de los maestros zen: «Por muy grande que sea el entendimiento de los conceptos, éstos, ante la experiencia real, son como copos de nieve cayendo sobre el fuego ». Por muy exactas y detalladas que sean las explicaciones, no hacen más que girar alrededor de la experiencia en sí, sin abarcarla nunca.
La música se mueve en la esfera de «ver». Lo hace por medio de la vibración. Esto la enlaza directamente con lo que algunos textos sagrados consideran el arranque de la existencia. Recuérdese el inicio del Evangelio de San Juan: «Al principio fue el Verbo». Pitágoras descubrió, dando lugar al nacimiento de lo que hoy entendemos por ciencia, que el tono guarda relación con la longitud de la cuerda: vibración. Hubo que esperar siglos para que el gran científico Michael Faraday demostrara que el magnetismo, la
electricidad, la luz y el sonido son distintos aspectos de una
misma fuerza: vibración. Y, en la época actual, según la ya citada Teoría de Cuerdas, el más novedoso intento de construir una teoría unificada del comportamiento de la materia en el Universo, la mejor manera de representar la conducta de las ondas de partículas subatómicas es una cuerda que vibra: vibración.
El Kybalión sintetiza así el principio de vibración: «Nada está inmóvil; todo vibra». Y asegura que su entendimiento permite el control de las vibraciones mentales y de los fenómenos naturales, en el convencimiento de que son los distintos grados vibratorios los que explican las diferencias entre las diversas manifestaciones de la materia, la mente y el espíritu. Ahondaremos en ello en próximos capítulos.
La película Copying Bethoveen, por si aún no la conoces, o quieres volver a verla:
https://www.youtube.com/watch?v=QFhusCy-a8I
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