Buscadores (15). Parte II: Consciencia. Capítulo 3: Búsqueda individual, encuentro en la unidad.
Experimentar la individualidad.
En los dos capítulos precedentes se ha insistido, tanto desde la perspectiva espiritual como científica, en la Unidad de cuanto existe. Y en la integración en ella de todos y cada uno de los seres humanos, que somos y existimos en la medida en que a la Unidad pertenecemos. ¿Por qué, entonces, nos contemplamos a nosotros mismos como un yo separado, un individuo con personalidad singular?. A contestar este interrogante se dirigen las páginas que siguen.
Como aperitivo, tomando como base el título de la obra de Willigis Jäger ya mencionada, podemos imaginar un inmenso mar. En su superficie, debido al efecto del viento, se forman olas de distintos tamaños. Obviamente, tales olas nunca serán otra cosa que el propio mar: de él surgen, con él comparten su naturaleza acuosa y marina y en él, finalmente, se esparcen y disuelven. Aún así, las olas, cada una de ellas durante el tiempo que lo son, pueden teóricamente experimentar la ficción de una existencia individual y separada del mar, olvidando, incluso la existencia de éste y su pertenencia a él.
Pues bien, algo semejante le ocurre al ser humano. El mar es la Unidad en la que somos y existimos. Y nuestra experiencia en la tridimensionalidad, en el mundo de tiempo y espacio que nos rodea y del que nuestros sentidos físicos se percatan, es similar a la de las olas del ejemplo: vivimos, como ellas, una ilusión de separación e individualidad. Eso sí, lo hacemos en libre albedrío, lo que posibilita un hecho maravilloso: cuando retornamos a la Unidad, es decir, cuando adquirimos consciencia de pertenecer y ser en ella, pues de la Unidad nunca salimos, lo hacemos no mecánicamente, ni por inercia, sino tras vivir una serie de experiencias que hacen posible tal toma de consciencia. En palabras usadas en páginas anteriores, la llave que abre la puerta del regreso a la Unidad es la expansión de nuestra consciencia. Y cuando esto acontece se expande la consciencia de toda la Unidad. Una expansión que trasciende el espacio-tiempo, pues la Unidad ya es Todo, y ostenta carácter vibracional y energético.
Sin entrar en detalles acerca de consideraciones que inmediatamente se expondrán, puede adelantarse que la experiencia de individualidad que cada uno vive en calidad de ser humano conlleva primeramente, tras la inicial inocencia que el recién nacido pronto pierde, comportamientos egóicos: el «ego» quiere lo que le produce felicidad y, de manera radical, se identifica con el mundo exterior que se la proporciona. Nos inundan los apegos y anhelos materiales (dinero, riqueza, poder, éxito, fama, reconocimiento social, emociones placenteras,…). Y bajo el acicate de sus influjos, la persona no tarda en convertirse en «triunfador» y pugna por alcanzar la totalidad de sus deseos y aspiraciones materiales. Si no lo consigue, surge la frustración y se repiten los intentos. Pero si lo logra, curiosamente, también aparece una insatisfacción ligada al sentimiento de carencia o falta de plenitud. Íntimamente se intuye que tiene que haber algo más, aparte de lo material, capaz de proporcionarnos una vida más llena, abundante y auténtica.
En este marco, la suma de experiencias pondrá de manifiesto que hacer cosas por los otros reporta, igualmente, felicidad: además de la vía del servicio a mí mismo, empezamos a divisar la vía del servicio a los otros como fuente de alegría y bienestar interior. Es más, notamos que las satisfacciones generadas por el altruismo son más intensas y permanentes que las del egoísmo. Este hecho trascendental nos introduce en la hermosa aventura del «dador». Y el concepto del otro, al que queremos servir, se va ampliando. El sistema o esfera hacia el que dirigimos nuestra acción de dar es cada vez más grande y generoso: familia, amigos, comunidad, sociedad, humanidad, planeta,… . Hasta que llega un momento en el que el ímpetu de darnos a los demás coloca a nuestra individualidad —al ego— en un punto límite y la lanza a dimensiones antes impensables. Queremos dar sin recibir nada a cambio y nos parecen insulsos muchos de los objetos y emociones que antes nos provocaban placer. Se comienza a sentir la necesidad de ver más allá de lo material, de contemplar otra realidad que aún no vemos, pero que intuimos que esta ahí, esperándonos al otro lado del espejo. El ser humano empieza a verse a sí mismo como «buscador».
La búsqueda nos conducirá a nuevas experiencias que irán quebrando nuestra identificación con el yo, que hasta ahora había sido absoluta. El ego, sus afanes y proyectos, nos va dejando de interesar. Y cuando cesa toda identificación externa y el ego llega a su final, el buscador se convierte en «vidente». Como tal, recuperamos la inocencia pérdida, que ya no será mero sentimiento, como le ocurre al recién nacido, sino consciencia, conocimiento profundo de lo que soy y de lo que es. Se diluyen los conceptos de nacimiento y muerte y desaparece cualquier identificación con el cuerpo y la mente, apareciendo, en su lugar la expectativa de una Vida Impersonal. Con lo que el vidente se transfigura en «espíritu».
Tomamos consciencia de que lo Real es la Unidad (el mar, volviendo al libro de Jäger), siendo el Amor Incondicional la fuerza que fragua la unión. Y de que no somos un trozo o fragmento de la Unidad (una ola cualquiera del inmenso mar), sino la Unidad en su integridad (la ola es el mar, como afirma el título de la obra), por lo que existir en Unidad, lejos de empequeñecernos, nos eleva espectacularmente. En definitiva, bella paradoja, encontramos en la Unidad la felicidad perfecta que ansiamos desde la individualidad. El libre albedrío es lo que nos hacer perder el camino; pero también lo que nos permite reencontrarlo.
Transformados en espíritu, tal como se analizará en profundidad más adelante, se descorre el velo y vemos que no somos parte de la Creación, sino la Creación misma. Y que no sólo somos Creación, sino Creador, ya que Creador y Creación son Uno: el Creador crea desde su Consciencia completa de Ser y con la única referencia de su Ser; y la Creación está íntima e inseparablemente unida a Él y actúa de Creador por medio de la expansión de la Consciencia. Por esto, los seres humanos creamos lo que creemos; y si pasamos de vidente a espíritu es por una toma de consciencia sobre nuestro verdadero ser que expande, a su vez, la consciencia de la Unidad. Contemplamos entonces nuestra esencia divina y percibimos a Dios, a nosotros mismos, como Ser infinito que se mueve a velocidad infinita a través de dimensiones infinitas con Consciencia Perfecta y Amor Incondicional.
Antes de llegar a esta experiencia sublime, habremos comprendido que todos somos un único Ser viviendo la experiencia de individualidad en distintas circunstancias: la compasión y el amor al prójimo, sin distingos ni predilecciones, serán las consecuencias de tal descubrimiento. Y que el egoísmo o el altruismo son iguales desde su dimensión de experiencias que tenemos que vivir, conocer y acumular en libertad a lo largo de la senda por la que incrementamos nuestro grado consciencial. Por ello, el mal no es sino la ausencia de bien (de idéntico modo que no existe la oscuridad, sino carencia de luz; ni el frío, que es falta de calor). Y nadie es superior o más privilegiado que otro. Nos obsesiona dividir la realidad en yo y otro, lo tuyo y lo mío, bien y mal, santo y pecador, pío e impío, mejor y peor, superior e inferior, alto y bajo; pero la realidad es que la vida, toda y sin excepciones, constituye un colosal flujo divino de Amor y elevación de la consciencia.
El impulso de poseer conocimiento y realización —consciencia— es lo que empuja la vida hacia delante y expande el Universo. La Creación es consciencia y se expande por la consciencia: ser Creador significa adquirir consciencia de ser. Cada ser humano es el Ser Uno experimentando una ilusión de individualidad con la que el Ser Uno se expande energéticamente como algo innato a su naturaleza creadora. Nuestras experiencias abren y amplían los horizontes de la individualidad hasta llevarla a un límite donde el ego es sustituido por el espíritu y brilla el Amor. La expansión de la consciencia que ello depara expande la Creación. Cuando un ser humano aumenta su grado de consciencia, ejerce de Creador (en otros capítulos se ahondará sobre cómo Creador y Creación se fusionan y unifican siendo, de hecho, una misma cosa, sin división ni fragmentación).
¿Increíble?. Así parece desde la visión preponderante y por la falta de conocimiento de uno mismo. No lo es, sin embargo, desde la nueva visión en la que se insistió en páginas anteriores y cuando nos conocemos a nosotros mismos. A esto nos ayudará un repaso pormenorizado de lo que se acaba de resumir en los párrafos precedentes. Lo haremos siguiendo el texto ya citado, El camino de la sabiduría, de Deepak Chopra.
En los dos capítulos precedentes se ha insistido, tanto desde la perspectiva espiritual como científica, en la Unidad de cuanto existe. Y en la integración en ella de todos y cada uno de los seres humanos, que somos y existimos en la medida en que a la Unidad pertenecemos. ¿Por qué, entonces, nos contemplamos a nosotros mismos como un yo separado, un individuo con personalidad singular?. A contestar este interrogante se dirigen las páginas que siguen.
Como aperitivo, tomando como base el título de la obra de Willigis Jäger ya mencionada, podemos imaginar un inmenso mar. En su superficie, debido al efecto del viento, se forman olas de distintos tamaños. Obviamente, tales olas nunca serán otra cosa que el propio mar: de él surgen, con él comparten su naturaleza acuosa y marina y en él, finalmente, se esparcen y disuelven. Aún así, las olas, cada una de ellas durante el tiempo que lo son, pueden teóricamente experimentar la ficción de una existencia individual y separada del mar, olvidando, incluso la existencia de éste y su pertenencia a él.
Pues bien, algo semejante le ocurre al ser humano. El mar es la Unidad en la que somos y existimos. Y nuestra experiencia en la tridimensionalidad, en el mundo de tiempo y espacio que nos rodea y del que nuestros sentidos físicos se percatan, es similar a la de las olas del ejemplo: vivimos, como ellas, una ilusión de separación e individualidad. Eso sí, lo hacemos en libre albedrío, lo que posibilita un hecho maravilloso: cuando retornamos a la Unidad, es decir, cuando adquirimos consciencia de pertenecer y ser en ella, pues de la Unidad nunca salimos, lo hacemos no mecánicamente, ni por inercia, sino tras vivir una serie de experiencias que hacen posible tal toma de consciencia. En palabras usadas en páginas anteriores, la llave que abre la puerta del regreso a la Unidad es la expansión de nuestra consciencia. Y cuando esto acontece se expande la consciencia de toda la Unidad. Una expansión que trasciende el espacio-tiempo, pues la Unidad ya es Todo, y ostenta carácter vibracional y energético.
Sin entrar en detalles acerca de consideraciones que inmediatamente se expondrán, puede adelantarse que la experiencia de individualidad que cada uno vive en calidad de ser humano conlleva primeramente, tras la inicial inocencia que el recién nacido pronto pierde, comportamientos egóicos: el «ego» quiere lo que le produce felicidad y, de manera radical, se identifica con el mundo exterior que se la proporciona. Nos inundan los apegos y anhelos materiales (dinero, riqueza, poder, éxito, fama, reconocimiento social, emociones placenteras,…). Y bajo el acicate de sus influjos, la persona no tarda en convertirse en «triunfador» y pugna por alcanzar la totalidad de sus deseos y aspiraciones materiales. Si no lo consigue, surge la frustración y se repiten los intentos. Pero si lo logra, curiosamente, también aparece una insatisfacción ligada al sentimiento de carencia o falta de plenitud. Íntimamente se intuye que tiene que haber algo más, aparte de lo material, capaz de proporcionarnos una vida más llena, abundante y auténtica.
En este marco, la suma de experiencias pondrá de manifiesto que hacer cosas por los otros reporta, igualmente, felicidad: además de la vía del servicio a mí mismo, empezamos a divisar la vía del servicio a los otros como fuente de alegría y bienestar interior. Es más, notamos que las satisfacciones generadas por el altruismo son más intensas y permanentes que las del egoísmo. Este hecho trascendental nos introduce en la hermosa aventura del «dador». Y el concepto del otro, al que queremos servir, se va ampliando. El sistema o esfera hacia el que dirigimos nuestra acción de dar es cada vez más grande y generoso: familia, amigos, comunidad, sociedad, humanidad, planeta,… . Hasta que llega un momento en el que el ímpetu de darnos a los demás coloca a nuestra individualidad —al ego— en un punto límite y la lanza a dimensiones antes impensables. Queremos dar sin recibir nada a cambio y nos parecen insulsos muchos de los objetos y emociones que antes nos provocaban placer. Se comienza a sentir la necesidad de ver más allá de lo material, de contemplar otra realidad que aún no vemos, pero que intuimos que esta ahí, esperándonos al otro lado del espejo. El ser humano empieza a verse a sí mismo como «buscador».
La búsqueda nos conducirá a nuevas experiencias que irán quebrando nuestra identificación con el yo, que hasta ahora había sido absoluta. El ego, sus afanes y proyectos, nos va dejando de interesar. Y cuando cesa toda identificación externa y el ego llega a su final, el buscador se convierte en «vidente». Como tal, recuperamos la inocencia pérdida, que ya no será mero sentimiento, como le ocurre al recién nacido, sino consciencia, conocimiento profundo de lo que soy y de lo que es. Se diluyen los conceptos de nacimiento y muerte y desaparece cualquier identificación con el cuerpo y la mente, apareciendo, en su lugar la expectativa de una Vida Impersonal. Con lo que el vidente se transfigura en «espíritu».
Tomamos consciencia de que lo Real es la Unidad (el mar, volviendo al libro de Jäger), siendo el Amor Incondicional la fuerza que fragua la unión. Y de que no somos un trozo o fragmento de la Unidad (una ola cualquiera del inmenso mar), sino la Unidad en su integridad (la ola es el mar, como afirma el título de la obra), por lo que existir en Unidad, lejos de empequeñecernos, nos eleva espectacularmente. En definitiva, bella paradoja, encontramos en la Unidad la felicidad perfecta que ansiamos desde la individualidad. El libre albedrío es lo que nos hacer perder el camino; pero también lo que nos permite reencontrarlo.
Transformados en espíritu, tal como se analizará en profundidad más adelante, se descorre el velo y vemos que no somos parte de la Creación, sino la Creación misma. Y que no sólo somos Creación, sino Creador, ya que Creador y Creación son Uno: el Creador crea desde su Consciencia completa de Ser y con la única referencia de su Ser; y la Creación está íntima e inseparablemente unida a Él y actúa de Creador por medio de la expansión de la Consciencia. Por esto, los seres humanos creamos lo que creemos; y si pasamos de vidente a espíritu es por una toma de consciencia sobre nuestro verdadero ser que expande, a su vez, la consciencia de la Unidad. Contemplamos entonces nuestra esencia divina y percibimos a Dios, a nosotros mismos, como Ser infinito que se mueve a velocidad infinita a través de dimensiones infinitas con Consciencia Perfecta y Amor Incondicional.
Antes de llegar a esta experiencia sublime, habremos comprendido que todos somos un único Ser viviendo la experiencia de individualidad en distintas circunstancias: la compasión y el amor al prójimo, sin distingos ni predilecciones, serán las consecuencias de tal descubrimiento. Y que el egoísmo o el altruismo son iguales desde su dimensión de experiencias que tenemos que vivir, conocer y acumular en libertad a lo largo de la senda por la que incrementamos nuestro grado consciencial. Por ello, el mal no es sino la ausencia de bien (de idéntico modo que no existe la oscuridad, sino carencia de luz; ni el frío, que es falta de calor). Y nadie es superior o más privilegiado que otro. Nos obsesiona dividir la realidad en yo y otro, lo tuyo y lo mío, bien y mal, santo y pecador, pío e impío, mejor y peor, superior e inferior, alto y bajo; pero la realidad es que la vida, toda y sin excepciones, constituye un colosal flujo divino de Amor y elevación de la consciencia.
El impulso de poseer conocimiento y realización —consciencia— es lo que empuja la vida hacia delante y expande el Universo. La Creación es consciencia y se expande por la consciencia: ser Creador significa adquirir consciencia de ser. Cada ser humano es el Ser Uno experimentando una ilusión de individualidad con la que el Ser Uno se expande energéticamente como algo innato a su naturaleza creadora. Nuestras experiencias abren y amplían los horizontes de la individualidad hasta llevarla a un límite donde el ego es sustituido por el espíritu y brilla el Amor. La expansión de la consciencia que ello depara expande la Creación. Cuando un ser humano aumenta su grado de consciencia, ejerce de Creador (en otros capítulos se ahondará sobre cómo Creador y Creación se fusionan y unifican siendo, de hecho, una misma cosa, sin división ni fragmentación).
¿Increíble?. Así parece desde la visión preponderante y por la falta de conocimiento de uno mismo. No lo es, sin embargo, desde la nueva visión en la que se insistió en páginas anteriores y cuando nos conocemos a nosotros mismos. A esto nos ayudará un repaso pormenorizado de lo que se acaba de resumir en los párrafos precedentes. Lo haremos siguiendo el texto ya citado, El camino de la sabiduría, de Deepak Chopra.
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