Buscadores (17). Parte II: Consciencia. Capítulo 3 (3): El dador. - El buscador.
El dar libera al ego de muchas clases de miedo: del temor al aislamiento, al que forzosamente conduce el egoísmo total; del pánico a la pérdida, que nace porque no podemos tenerlo todo para siempre; del espanto ante los enemigos, los que pretenden quitarle cosas. Pero hay aún algo más hondo, pues la acción de dar relaciona a dos personas, una que da y otra que recibe. Esta relación hace que surja un nuevo sentido de pertenencia: la pertenencia activa de alguien que ha aprendido a crear felicidad. Y es que el dar es creativo. La persona se desprende libremente de algo, pero no tiene sensación de pérdida. En vez de ello, el ego siente placer; un placer distinto, más agudo y cálido, que el placer de tomar derivado del impulso del triunfador. Se trata, sin duda, de un descubrimiento trascendental.
El nacimiento del dador indica que el ego, aunque siga dominando al ser interior, ha empezado a mirar fuera de sí. No es que el ego esté comenzando a morir, sino que amplía su campo de visión. La muerte no existe y nada tiene que perecer con el fin de alcanzar la meta de nuestra búsqueda. En el manido y erróneo concepto de la muerte del ego subyace la idea de que hay cosas en nosotros que Dios condena. Pero esto de ningún modo es así: el plan divino consiste en que nos busquemos a nosotros mismos en completo libre albedrío; y posibilita y permite todas las experiencias, incluso que deseemos explorar como ser egoístas, ignorantes, groseros, ladrones, asesinos o carecer totalmente de fe. Y no somos juzgados, pues ninguna de nuestras acciones es buena o mala a los ojos divinos: el pecador y el santo son sólo máscaras que nos ponemos; y el pecador de hoy puede que esté aprendiendo a ser santo en la próxima vida física. Como se desarrollará en el Capítulo 8, dedicado al Bien y al Mal, todos estos papeles son ilusiones en la óptica divinal.
Ahora bien, la aparición del dador no significa que el ego sienta amor, ya que esto es un imposible. El ego puede sentir intensamente placer, satisfacción propia o apego y, a veces, a estos sentimientos les llamamos amor. Pero éste es de naturaleza abnegada y se requiere un acto de abnegación para que surja el auténtico amor, el amor al prójimo. Como se expondrá en los últimos epígrafes del presente texto, el amor es universal y no toma partido. Al ego no le gusta en absoluto este hecho y piensa que él sí es merecedor del amor de Dios, pero no el otro o los otros.
Obviamente, ésta no es la perspectiva divina. Desde ella el pecado se contempla como ilusión; nada de lo que equivocadamente consideremos pecado puede causar la más mínima mancha en el amor de Dios.
El buscador.
El que da, empieza dando sólo a la familia y los amigos; luego, a instituciones benéficas o a un colectivo o asociación concreta: después a la comunidad local o a la sociedad en su conjunto. Así, la esfera o el sistema en el que se ejerce la acción de dar se va ampliando. Finalmente, la perfección derivada de las experiencias provoca que la inclinación a dar no quede satisfecha hasta que todos los seres humanos resulten beneficiados. Y esto, el impulso a darnos a todos los demás habitantes del mundo, lleva nuestra individualidad al límite y la transporta a planos hasta entonces inimaginables.
Llegados a este punto, estaremos ante una experiencia francamente apasionante. Por un lado, el aprendizaje de nuestra individualidad habrá dejado atrás al triunfador, al encontrar una fuente de placer más completa: la acción de dar. Igualmente, habremos ejercitado tal acción con nuestros seres queridos y con nuestro entorno más cercano hasta que nos inundó una sensación interior de insuficiencia: requerimos más y deseamos dar a todos los seres humanos e, incluso, al planeta en su globalidad. Y, por fin, cuando creíamos logrado nuestro objetivo, nos topamos con una nueva sorpresa: el dador que quería abrazar al mundo se da cuenta de que el mundo ya no es para él fuente de realización.
Cosas y emociones que antes nos producían placer comienzan a parecernos insulsas: no es una renuncia o sacrificio, sino pérdida de entusiasmo por cosas que antes nos encandilaban. En particular, ya no produce satisfacción
la necesidad que tenía el ego de aprobación e importancia propia. Se empieza a sentir la necesidad de contemplar otra realidad más allá de la material; aún no la vemos, pero intuimos que está ahí, esperándonos, al otro lado del velo. Aparece la sed de ver el rostro de Dios, de vivir bajo la luz, de explorar el silencio de la consciencia pura.
De esta forma, el dador se transfigura en buscador. Ya éramos buscadores, pero sin saberlo. La diferencia es que ahora somos conscientes de serlo. Las viejas y conocidas preocupaciones del ego se apartan y se amplía el sentido del yo. Ansiamos experiencias espirituales y presentimos una fuente de amor y realización que ni siquiera el amor más intenso de otra persona nos puede facilitar. Desde que vimos la luz del mundo hemos deseado más y más. Y nos convertimos en buscadores conscientes cuando nuestros deseos se han incrementado hasta el punto de que nada nos satisface salvo encontrar a Dios. Gracias a la encarnación en distintas vidas físicas como seres humanos, a las experiencias en ellas acumuladas, nos acercamos más al objetivo real de nuestro aprendizaje en la escuela Tierra.
Hay que tener en cuenta que el anhelo de encontrarnos con Dios no es «más elevado» que querer dinero, fama o amor pasional. Estos deseos eran la faz de Dios cuando representaban para nosotros lo más importante: cualquier cosa que creamos que nos reporta paz y realización definitivas son nuestra versión de Dios. Sin embargo, al avanzar de una fase a la siguiente, nuestra imagen de Dios se convierte en más certera, más próxima a su naturaleza real. Pero ninguna fase es «superior» a la otra. Es el ego el que tiene alto y bajo, bueno y malo.
El objetivo de nuestra encarnación humana es la toma de consciencia sobre nuestro verdadero ser, con la libertad y realización que ello conlleva. Esto no se logra hasta que no se conoce a Dios tan completamente como él se conoce a sí mismo. Los mortales estamos siempre anhelando milagros, pero el mayor de los milagros somos nosotros mismos porque Dios nos ha otorgado esta capacidad singular de identificarnos con su naturaleza y adquirir consciencia al respecto. Una rosa perfecta no se da cuenta de que es una rosa; un ser humano que se ha realizado sabe lo que significa ser divino.
Y el impulso del buscador puede presentarse bajo muchas formas. No obstante, todos los buscadores comparten la sensación de que el mundo material no parece el lugar donde puedan realizar sus deseos. Habremos empezado a entender que Dios está en todas partes, pero esto no nos servirá de nada si no podemos ver dónde está. El buscador explora e indaga con el fin de ver; lo que le motiva es la sed de realidad superior. Esto no significa que desaparezca la etapa anterior de dar. Pero ahora se da sin motivaciones egoístas; el impulso a dar es la compasión. No importa el nombre: Dios, Todo, Ser Uno, Identidad Universal,... . Todas las denominaciones apuntan hacia una necesidad nueva, profundamente sentida, de escapar de los límites que imponen el tiempo y el espacio, del marco tridimensional. Tal requerimiento es coherente con nuestra auténtica esencia, que es ilimitada y creada para vivir una vida plena y multidimensional. Frente a ello, el mundo que nos rodea parece estar limitado por el tiempo y el espacio. Pero es sólo una apariencia y el buscador empieza a percatarse de ello.
La Creación no esconde nada a nuestros ojos; no somos víctimas de ningún engaño. En ella rige una regla básica: ¡lo que crees es lo que creas!; todo está en función de nuestra consciencia, de lo que seamos conscientes de ser. Si nos contemplamos como deficientes, indignos o culpables, así seremos y así será el mundo exterior, que se forja a nuestra imagen y semejanza. Pero lo cierto es que Dios no ve nada malo en nosotros; y el espíritu no podría permanecer alejado de nosotros aunque quisiera, porque, como se mostrará en próximos capítulos, todo es espíritu. Cada persona obtiene la versión de lo divino que concibe según su grado de consciencia; y desde ella moldea el mundo que le rodea. Algunas ven a Dios en visiones, otras en una flor. Hay muchas clases de buscadores.
Todos nacemos para buscar, primero, y encontrar, después: «buscad y hallaréis», indica con razón el Evangelio de San Lucas (11,9). El motivo por el que parece que los buscadores son escasos obedece al hecho de que buscar es una experiencia íntima y dirigida completamente hacia dentro. Por los signos externos no es fácil saber quién busca y quién no. Algunas señales interiores del buscador son las siguientes: la acción de dar pasa a estar motivada por el amor abnegado, sin querer nada a cambio, ni siquiera gratitud; las pautas adictivas con respecto al mundo exterior comienzan a desaparecer; la intuición y la inspiración se convierten en una guía de confianza de la acción y complementa a la estricta racionalidad; la oración y la meditación pasan a ser partes de la vida cotidiana; se experimenta un goce creciente de la soledad y el silencio; se incrementa la dependencia respecto de uno mismo, en lugar de estar pendiente de la aprobación social; y aumenta la confianza en la providencia. Y aunque todas estas manifestaciones espirituales le apartan de la vorágine del entorno material, el buscador, paradójicamente, disfruta de una relación más profunda con la naturaleza, más bienestar en el cuerpo físico y mayor facilidad en aceptar a los demás. Esto se debe a que el espíritu no es el opuesto de la materia, sino que él lo es todo. Su aparición en la vida hará que todas las cosas sean mejores, incluso las que parecen ser antónimos.
Con todo ello, por primera vez, ponemos en duda la pretensión del ego de ser omnisciente y todopoderoso. Valga el ejemplo de un carruaje: imaginemos que el carruaje es nuestro ser total; que los caballos son el ego; y que la voz de dentro del carruaje es el espíritu, nuestro ser interior. Cuando éste aparece en escena, el ego, al principio, no lo escucha, porque está seguro de que su poder es absoluto, y continúa llevando al carruaje hacia donde sus apegos materiales le indican. Pero el espíritu no utiliza la clase de poder al que el ego está acostumbrado. El ego está habituado a rechazar, a juzgar, a separar y a tomar lo que piensa le pertenece. En cambio, el espíritu es simplemente la voz tranquila del Ser afirmando lo que es. Con el nacimiento del buscador, ésta es la voz que se empieza a oír; va ganando fuerza y comienza a coger las riendas del carruaje. Pero debemos estar preparados para una reacción violenta del ego, que no renunciará a su poder sin luchar.
Hay que insistir en que el poder del espíritu no es de la clase que el ego conoce y utiliza. El espíritu es el poder en sí: un poder de alcance infinito; un poder organizador que hace que cada uno de los átomos del Universo se mantenga
en perfecto equilibrio. Comparado con él, el que usa el ego es absurdamente limitado y trivial. Sin embargo, no nos daremos cuenta hasta después de haber renunciado a la necesidad del ego de controlar, predecir y defender. Su poder se reduce a esta tríada. Si el ego pudiera renunciar a todo de una vez, no habría necesidad de pasos posteriores; el nacimiento del buscador sería suficiente. Mas no ocurre así. La voz del espíritu le anuncia al buscador una realidad más allá; acceder a ella es otra cosa.
El nacimiento del dador indica que el ego, aunque siga dominando al ser interior, ha empezado a mirar fuera de sí. No es que el ego esté comenzando a morir, sino que amplía su campo de visión. La muerte no existe y nada tiene que perecer con el fin de alcanzar la meta de nuestra búsqueda. En el manido y erróneo concepto de la muerte del ego subyace la idea de que hay cosas en nosotros que Dios condena. Pero esto de ningún modo es así: el plan divino consiste en que nos busquemos a nosotros mismos en completo libre albedrío; y posibilita y permite todas las experiencias, incluso que deseemos explorar como ser egoístas, ignorantes, groseros, ladrones, asesinos o carecer totalmente de fe. Y no somos juzgados, pues ninguna de nuestras acciones es buena o mala a los ojos divinos: el pecador y el santo son sólo máscaras que nos ponemos; y el pecador de hoy puede que esté aprendiendo a ser santo en la próxima vida física. Como se desarrollará en el Capítulo 8, dedicado al Bien y al Mal, todos estos papeles son ilusiones en la óptica divinal.
Ahora bien, la aparición del dador no significa que el ego sienta amor, ya que esto es un imposible. El ego puede sentir intensamente placer, satisfacción propia o apego y, a veces, a estos sentimientos les llamamos amor. Pero éste es de naturaleza abnegada y se requiere un acto de abnegación para que surja el auténtico amor, el amor al prójimo. Como se expondrá en los últimos epígrafes del presente texto, el amor es universal y no toma partido. Al ego no le gusta en absoluto este hecho y piensa que él sí es merecedor del amor de Dios, pero no el otro o los otros.
Obviamente, ésta no es la perspectiva divina. Desde ella el pecado se contempla como ilusión; nada de lo que equivocadamente consideremos pecado puede causar la más mínima mancha en el amor de Dios.
El buscador.
El que da, empieza dando sólo a la familia y los amigos; luego, a instituciones benéficas o a un colectivo o asociación concreta: después a la comunidad local o a la sociedad en su conjunto. Así, la esfera o el sistema en el que se ejerce la acción de dar se va ampliando. Finalmente, la perfección derivada de las experiencias provoca que la inclinación a dar no quede satisfecha hasta que todos los seres humanos resulten beneficiados. Y esto, el impulso a darnos a todos los demás habitantes del mundo, lleva nuestra individualidad al límite y la transporta a planos hasta entonces inimaginables.
Llegados a este punto, estaremos ante una experiencia francamente apasionante. Por un lado, el aprendizaje de nuestra individualidad habrá dejado atrás al triunfador, al encontrar una fuente de placer más completa: la acción de dar. Igualmente, habremos ejercitado tal acción con nuestros seres queridos y con nuestro entorno más cercano hasta que nos inundó una sensación interior de insuficiencia: requerimos más y deseamos dar a todos los seres humanos e, incluso, al planeta en su globalidad. Y, por fin, cuando creíamos logrado nuestro objetivo, nos topamos con una nueva sorpresa: el dador que quería abrazar al mundo se da cuenta de que el mundo ya no es para él fuente de realización.
Cosas y emociones que antes nos producían placer comienzan a parecernos insulsas: no es una renuncia o sacrificio, sino pérdida de entusiasmo por cosas que antes nos encandilaban. En particular, ya no produce satisfacción
la necesidad que tenía el ego de aprobación e importancia propia. Se empieza a sentir la necesidad de contemplar otra realidad más allá de la material; aún no la vemos, pero intuimos que está ahí, esperándonos, al otro lado del velo. Aparece la sed de ver el rostro de Dios, de vivir bajo la luz, de explorar el silencio de la consciencia pura.
De esta forma, el dador se transfigura en buscador. Ya éramos buscadores, pero sin saberlo. La diferencia es que ahora somos conscientes de serlo. Las viejas y conocidas preocupaciones del ego se apartan y se amplía el sentido del yo. Ansiamos experiencias espirituales y presentimos una fuente de amor y realización que ni siquiera el amor más intenso de otra persona nos puede facilitar. Desde que vimos la luz del mundo hemos deseado más y más. Y nos convertimos en buscadores conscientes cuando nuestros deseos se han incrementado hasta el punto de que nada nos satisface salvo encontrar a Dios. Gracias a la encarnación en distintas vidas físicas como seres humanos, a las experiencias en ellas acumuladas, nos acercamos más al objetivo real de nuestro aprendizaje en la escuela Tierra.
Hay que tener en cuenta que el anhelo de encontrarnos con Dios no es «más elevado» que querer dinero, fama o amor pasional. Estos deseos eran la faz de Dios cuando representaban para nosotros lo más importante: cualquier cosa que creamos que nos reporta paz y realización definitivas son nuestra versión de Dios. Sin embargo, al avanzar de una fase a la siguiente, nuestra imagen de Dios se convierte en más certera, más próxima a su naturaleza real. Pero ninguna fase es «superior» a la otra. Es el ego el que tiene alto y bajo, bueno y malo.
El objetivo de nuestra encarnación humana es la toma de consciencia sobre nuestro verdadero ser, con la libertad y realización que ello conlleva. Esto no se logra hasta que no se conoce a Dios tan completamente como él se conoce a sí mismo. Los mortales estamos siempre anhelando milagros, pero el mayor de los milagros somos nosotros mismos porque Dios nos ha otorgado esta capacidad singular de identificarnos con su naturaleza y adquirir consciencia al respecto. Una rosa perfecta no se da cuenta de que es una rosa; un ser humano que se ha realizado sabe lo que significa ser divino.
Y el impulso del buscador puede presentarse bajo muchas formas. No obstante, todos los buscadores comparten la sensación de que el mundo material no parece el lugar donde puedan realizar sus deseos. Habremos empezado a entender que Dios está en todas partes, pero esto no nos servirá de nada si no podemos ver dónde está. El buscador explora e indaga con el fin de ver; lo que le motiva es la sed de realidad superior. Esto no significa que desaparezca la etapa anterior de dar. Pero ahora se da sin motivaciones egoístas; el impulso a dar es la compasión. No importa el nombre: Dios, Todo, Ser Uno, Identidad Universal,... . Todas las denominaciones apuntan hacia una necesidad nueva, profundamente sentida, de escapar de los límites que imponen el tiempo y el espacio, del marco tridimensional. Tal requerimiento es coherente con nuestra auténtica esencia, que es ilimitada y creada para vivir una vida plena y multidimensional. Frente a ello, el mundo que nos rodea parece estar limitado por el tiempo y el espacio. Pero es sólo una apariencia y el buscador empieza a percatarse de ello.
La Creación no esconde nada a nuestros ojos; no somos víctimas de ningún engaño. En ella rige una regla básica: ¡lo que crees es lo que creas!; todo está en función de nuestra consciencia, de lo que seamos conscientes de ser. Si nos contemplamos como deficientes, indignos o culpables, así seremos y así será el mundo exterior, que se forja a nuestra imagen y semejanza. Pero lo cierto es que Dios no ve nada malo en nosotros; y el espíritu no podría permanecer alejado de nosotros aunque quisiera, porque, como se mostrará en próximos capítulos, todo es espíritu. Cada persona obtiene la versión de lo divino que concibe según su grado de consciencia; y desde ella moldea el mundo que le rodea. Algunas ven a Dios en visiones, otras en una flor. Hay muchas clases de buscadores.
Todos nacemos para buscar, primero, y encontrar, después: «buscad y hallaréis», indica con razón el Evangelio de San Lucas (11,9). El motivo por el que parece que los buscadores son escasos obedece al hecho de que buscar es una experiencia íntima y dirigida completamente hacia dentro. Por los signos externos no es fácil saber quién busca y quién no. Algunas señales interiores del buscador son las siguientes: la acción de dar pasa a estar motivada por el amor abnegado, sin querer nada a cambio, ni siquiera gratitud; las pautas adictivas con respecto al mundo exterior comienzan a desaparecer; la intuición y la inspiración se convierten en una guía de confianza de la acción y complementa a la estricta racionalidad; la oración y la meditación pasan a ser partes de la vida cotidiana; se experimenta un goce creciente de la soledad y el silencio; se incrementa la dependencia respecto de uno mismo, en lugar de estar pendiente de la aprobación social; y aumenta la confianza en la providencia. Y aunque todas estas manifestaciones espirituales le apartan de la vorágine del entorno material, el buscador, paradójicamente, disfruta de una relación más profunda con la naturaleza, más bienestar en el cuerpo físico y mayor facilidad en aceptar a los demás. Esto se debe a que el espíritu no es el opuesto de la materia, sino que él lo es todo. Su aparición en la vida hará que todas las cosas sean mejores, incluso las que parecen ser antónimos.
Con todo ello, por primera vez, ponemos en duda la pretensión del ego de ser omnisciente y todopoderoso. Valga el ejemplo de un carruaje: imaginemos que el carruaje es nuestro ser total; que los caballos son el ego; y que la voz de dentro del carruaje es el espíritu, nuestro ser interior. Cuando éste aparece en escena, el ego, al principio, no lo escucha, porque está seguro de que su poder es absoluto, y continúa llevando al carruaje hacia donde sus apegos materiales le indican. Pero el espíritu no utiliza la clase de poder al que el ego está acostumbrado. El ego está habituado a rechazar, a juzgar, a separar y a tomar lo que piensa le pertenece. En cambio, el espíritu es simplemente la voz tranquila del Ser afirmando lo que es. Con el nacimiento del buscador, ésta es la voz que se empieza a oír; va ganando fuerza y comienza a coger las riendas del carruaje. Pero debemos estar preparados para una reacción violenta del ego, que no renunciará a su poder sin luchar.
Hay que insistir en que el poder del espíritu no es de la clase que el ego conoce y utiliza. El espíritu es el poder en sí: un poder de alcance infinito; un poder organizador que hace que cada uno de los átomos del Universo se mantenga
en perfecto equilibrio. Comparado con él, el que usa el ego es absurdamente limitado y trivial. Sin embargo, no nos daremos cuenta hasta después de haber renunciado a la necesidad del ego de controlar, predecir y defender. Su poder se reduce a esta tríada. Si el ego pudiera renunciar a todo de una vez, no habría necesidad de pasos posteriores; el nacimiento del buscador sería suficiente. Mas no ocurre así. La voz del espíritu le anuncia al buscador una realidad más allá; acceder a ella es otra cosa.
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