Buscadores (16). Parte II: Consciencia. Capítulo 3 (2)
Pérdida de la inocencia: el ego.
Al nacer —en los primeros días, semanas o, incluso, meses de vida— nuestro estado es de inocencia y brilla la consciencia. No cuestionamos la existencia, ni nos preguntamos quiénes somos. Vivimos en la aceptación de nosotros mismos; en la confianza y el amor. Y estamos inmersos en lo intemporal, sin noción de pasado ni de futuro, sólo de un presente que se va desdoblando (la eternidad es un presente continuo que se que renueva de manera constante). Nos sentimos omnipotentes en nuestro mundo y todo lo que vemos y percibimos lo contemplamos cual reflejo de nosotros mismos, en Unidad.
Pero esta pureza es fugaz. Muy pocas personas recuerdan su pérdida, pues ocurre en los primeros tiempos de la infancia. Equivale, de hecho, a nacer de nuevo. Comenzamos a considerar nuestro respectivo «yo»; y a los «otros», personas u objetos, como creaciones aparte. Mostramos una tendencia innata a pasar del mundo intemporal al de las horas, días y años; del silencio del mundo interior a la actividad del exterior; y de la absorción en uno mismo —consciencia de ser— a la identificación con todas las cosas fascinantes que nos rodean. Surgen deseos que no podemos satisfacer de manera inmediata y se experimenta el dolor.
Lo cierto es que los seres humanos no perdemos la inocencia al crecer, ya que ésta se mantiene intacta, como esencia, en su integridad. Lo que sucede es, sencillamente, que la vamos olvidando. Nos habituamos a vivir en fragmentos, de espaldas a la Unidad; y da la impresión de que desaparece lo que realmente somos. Pero es sólo una ilusión: la esencia permanece y la pérdida de la inocencia es un acontecimiento real que, a la par, no tiene ninguna realidad. En cualquier momento podemos recuperar la inocencia que existe en nuestro interior y tomar consciencia de nuestro verdadero ser (al menos, como se verá, el grado de consciencia alcanzable en el plano humano).
Por tanto, al principio no había separación (aunque como se examinará en su momento, sí traemos con nosotros la separación vivida como experiencia en vidas físicas anteriores). Sin embargo, transcurrido un corto tiempo de vida, todo bebé comienza a percibir el mundo exterior como algo diferente de él mismo. Poco a poco, ciertas cosas pasan a identificarse como «yo» y el resto como «no yo», pues para tener «yo» también debe existir el «tú» o el «otro». En el plan de la naturaleza, un bebé responderá automáticamente a su madre como fuente de amor y nutrición. Pero es una fuente situada fuera del bebé mismo. Ahí está la trampa. Y durante años añoraremos nuestro propio ser antes de que alguien más apareciese en escena.
En la separación empieza la búsqueda de uno mismo en los objetos y acontecimientos. Se pierde la capacidad de verse a sí mismo como fuente y espacio de todo lo que es. El mundo exterior y sus objetos se vuelven fascinantes; la felicidad se liga a ellos. La referencia al objeto sustituye la referencia del bebé a sí mismo. El ego se dice «esto es yo, eso no es yo». Así, el nacimiento del ego supone el de la dualidad: el principio de los antónimos y el comienzo de la oposición. Además, da origen a sentimientos y sensaciones que en la edad madura todavía se pueden percibir: el miedo al abandono, la necesidad de aprobación, el espíritu posesivo, la angustia de la separación, la preocupación e, incluso, la lástima por uno mismo.
Nos convertimos en adictos al mundo y configuramos un sentido del yo atado a las experiencias y recuerdos individuales que vamos acumulando: nuestra pequeña historia personal de apegos y anhelos materiales que proyectamos hacia el futuro, confiando en encontrar en él la felicidad y la vida llena y auténtica que no hallamos en el pasado. Olvidamos que el presente es lo único real y nos introducimos en una vida de ficción que, cual pelota de tenis, va del pasado al futuro y viceversa.
Mas la pérdida de la inocencia y el nacimiento del yo son pasos absolutamente necesarios en nuestro proceso de aprendizaje en torno a la individualidad. Y debajo de estos cambios actúa una fuerza profunda ligada en su raíz con el por qué de nuestra propia existencia como humanos.
El triunfador.
Una vez que el ego ha aparecido en escena, emerge también el impulso del triunfador, un poderoso ímpetu que nos empuja a salir al mundo y vencer. Las señales de ello son primarias: el bebé pronto quiere andar y empieza a protestar si su madre no se lo permite. Este deseo de escapar y deambular fuera del anillo de protección materno es tímido al principio, pero con el tiempo, el mismo bebé que anhelaba que lo abrazaran, llora para que lo suelten. Se trata de un instinto beneficioso, porque lo desconocido es fuente de miedos y si el bebé no saliese a conquistar el mundo crecería temiéndolo cada vez más.
El impulso del triunfador es la señal del ego en acción, probándose a sí mismo que la separación es soportable. Y su surgimiento es imprescindible para que los seres humanos adquiramos confianza desde la perspectiva de singularidad. Hay que insistir en que la existencia que hemos elegido como mortales en este mundo de objetos y acontecimientos trata de una cosa: experimentar la individualidad y, en libre albedrío y vía aumento de la consciencia, trascender de tal estado. Y para ser individuo es necesario el ego; y para ello es preciso el nacimiento del triunfador, que hace que éste sea un mundo lleno de cosas que hacer y aprender.
La sed de triunfo aplastará al auténtico propósito de la búsqueda. Nuestra consciencia queda ignorada, adormecida, bajo una amplia batería de inclinaciones que nos conducen a lograr el reconocimiento social, a ponderar el éxito por encima de cualquier otra cosa, a sacralizar la propiedad y el dinero, a idolatrar la propia imagen y el poder. Dejamos de vivir en el presente, lo único que en verdad existe, y deambulamos entre el recuerdo subjetivo de un pasado lleno de tareas pendientes e insatisfacciones y un futuro al que confiamos nuestra realización personal. Las pre-ocupaciones (futuro) se anteponen a las ocupaciones (presente); y hasta el dolor lo sublimamos a través del ego como sufrimiento, otro apego más. En libre albedrío, las personas decidimos que el mundo exterior es más importante que nosotros mismos y arrinconamos la consciencia sobre nuestro verdadero ser.
Es así como el ego asume el mando de nuestra vida, sin ofrecer realmente ninguna posibilidad de realización. Controla y carece de amor; ansía tomar todo lo que pueda para sí mismo en el convencimiento de que la vía del servicio a mí mismo y sólo a mí es la apta e idónea para alcanzar la felicidad. Todas las personas, a lo largo de la cadena de vidas que conforma nuestra encarnación en el plano humano, marchamos un tiempo más o menos prolongado por esta vía. Nada malo hay en ello desde la perspectiva divina, pues el libre albedrío marca el rumbo más acertado.
No obstante, un buen día, fruto de la acumulación de experiencias, el ego encuentra que la felicidad no reside sólo en tomar, sino, igualmente, en dar. Y la acción de dar no se limita a ofrecer dinero o cosas a otra persona; existe también el servicio al otro, el darse uno mismo; y la devoción, la acción de dar amor bajo su forma pura. Eso sí, no se experimenta el placer de dar mientras se haga porque alguien lo ordena o porque se piense que es lo correcto: la acción de dar tiene que ser espontánea y desinteresada.
Al nacer —en los primeros días, semanas o, incluso, meses de vida— nuestro estado es de inocencia y brilla la consciencia. No cuestionamos la existencia, ni nos preguntamos quiénes somos. Vivimos en la aceptación de nosotros mismos; en la confianza y el amor. Y estamos inmersos en lo intemporal, sin noción de pasado ni de futuro, sólo de un presente que se va desdoblando (la eternidad es un presente continuo que se que renueva de manera constante). Nos sentimos omnipotentes en nuestro mundo y todo lo que vemos y percibimos lo contemplamos cual reflejo de nosotros mismos, en Unidad.
Pero esta pureza es fugaz. Muy pocas personas recuerdan su pérdida, pues ocurre en los primeros tiempos de la infancia. Equivale, de hecho, a nacer de nuevo. Comenzamos a considerar nuestro respectivo «yo»; y a los «otros», personas u objetos, como creaciones aparte. Mostramos una tendencia innata a pasar del mundo intemporal al de las horas, días y años; del silencio del mundo interior a la actividad del exterior; y de la absorción en uno mismo —consciencia de ser— a la identificación con todas las cosas fascinantes que nos rodean. Surgen deseos que no podemos satisfacer de manera inmediata y se experimenta el dolor.
Lo cierto es que los seres humanos no perdemos la inocencia al crecer, ya que ésta se mantiene intacta, como esencia, en su integridad. Lo que sucede es, sencillamente, que la vamos olvidando. Nos habituamos a vivir en fragmentos, de espaldas a la Unidad; y da la impresión de que desaparece lo que realmente somos. Pero es sólo una ilusión: la esencia permanece y la pérdida de la inocencia es un acontecimiento real que, a la par, no tiene ninguna realidad. En cualquier momento podemos recuperar la inocencia que existe en nuestro interior y tomar consciencia de nuestro verdadero ser (al menos, como se verá, el grado de consciencia alcanzable en el plano humano).
Por tanto, al principio no había separación (aunque como se examinará en su momento, sí traemos con nosotros la separación vivida como experiencia en vidas físicas anteriores). Sin embargo, transcurrido un corto tiempo de vida, todo bebé comienza a percibir el mundo exterior como algo diferente de él mismo. Poco a poco, ciertas cosas pasan a identificarse como «yo» y el resto como «no yo», pues para tener «yo» también debe existir el «tú» o el «otro». En el plan de la naturaleza, un bebé responderá automáticamente a su madre como fuente de amor y nutrición. Pero es una fuente situada fuera del bebé mismo. Ahí está la trampa. Y durante años añoraremos nuestro propio ser antes de que alguien más apareciese en escena.
En la separación empieza la búsqueda de uno mismo en los objetos y acontecimientos. Se pierde la capacidad de verse a sí mismo como fuente y espacio de todo lo que es. El mundo exterior y sus objetos se vuelven fascinantes; la felicidad se liga a ellos. La referencia al objeto sustituye la referencia del bebé a sí mismo. El ego se dice «esto es yo, eso no es yo». Así, el nacimiento del ego supone el de la dualidad: el principio de los antónimos y el comienzo de la oposición. Además, da origen a sentimientos y sensaciones que en la edad madura todavía se pueden percibir: el miedo al abandono, la necesidad de aprobación, el espíritu posesivo, la angustia de la separación, la preocupación e, incluso, la lástima por uno mismo.
Nos convertimos en adictos al mundo y configuramos un sentido del yo atado a las experiencias y recuerdos individuales que vamos acumulando: nuestra pequeña historia personal de apegos y anhelos materiales que proyectamos hacia el futuro, confiando en encontrar en él la felicidad y la vida llena y auténtica que no hallamos en el pasado. Olvidamos que el presente es lo único real y nos introducimos en una vida de ficción que, cual pelota de tenis, va del pasado al futuro y viceversa.
Mas la pérdida de la inocencia y el nacimiento del yo son pasos absolutamente necesarios en nuestro proceso de aprendizaje en torno a la individualidad. Y debajo de estos cambios actúa una fuerza profunda ligada en su raíz con el por qué de nuestra propia existencia como humanos.
El triunfador.
Una vez que el ego ha aparecido en escena, emerge también el impulso del triunfador, un poderoso ímpetu que nos empuja a salir al mundo y vencer. Las señales de ello son primarias: el bebé pronto quiere andar y empieza a protestar si su madre no se lo permite. Este deseo de escapar y deambular fuera del anillo de protección materno es tímido al principio, pero con el tiempo, el mismo bebé que anhelaba que lo abrazaran, llora para que lo suelten. Se trata de un instinto beneficioso, porque lo desconocido es fuente de miedos y si el bebé no saliese a conquistar el mundo crecería temiéndolo cada vez más.
El impulso del triunfador es la señal del ego en acción, probándose a sí mismo que la separación es soportable. Y su surgimiento es imprescindible para que los seres humanos adquiramos confianza desde la perspectiva de singularidad. Hay que insistir en que la existencia que hemos elegido como mortales en este mundo de objetos y acontecimientos trata de una cosa: experimentar la individualidad y, en libre albedrío y vía aumento de la consciencia, trascender de tal estado. Y para ser individuo es necesario el ego; y para ello es preciso el nacimiento del triunfador, que hace que éste sea un mundo lleno de cosas que hacer y aprender.
La sed de triunfo aplastará al auténtico propósito de la búsqueda. Nuestra consciencia queda ignorada, adormecida, bajo una amplia batería de inclinaciones que nos conducen a lograr el reconocimiento social, a ponderar el éxito por encima de cualquier otra cosa, a sacralizar la propiedad y el dinero, a idolatrar la propia imagen y el poder. Dejamos de vivir en el presente, lo único que en verdad existe, y deambulamos entre el recuerdo subjetivo de un pasado lleno de tareas pendientes e insatisfacciones y un futuro al que confiamos nuestra realización personal. Las pre-ocupaciones (futuro) se anteponen a las ocupaciones (presente); y hasta el dolor lo sublimamos a través del ego como sufrimiento, otro apego más. En libre albedrío, las personas decidimos que el mundo exterior es más importante que nosotros mismos y arrinconamos la consciencia sobre nuestro verdadero ser.
Es así como el ego asume el mando de nuestra vida, sin ofrecer realmente ninguna posibilidad de realización. Controla y carece de amor; ansía tomar todo lo que pueda para sí mismo en el convencimiento de que la vía del servicio a mí mismo y sólo a mí es la apta e idónea para alcanzar la felicidad. Todas las personas, a lo largo de la cadena de vidas que conforma nuestra encarnación en el plano humano, marchamos un tiempo más o menos prolongado por esta vía. Nada malo hay en ello desde la perspectiva divina, pues el libre albedrío marca el rumbo más acertado.
No obstante, un buen día, fruto de la acumulación de experiencias, el ego encuentra que la felicidad no reside sólo en tomar, sino, igualmente, en dar. Y la acción de dar no se limita a ofrecer dinero o cosas a otra persona; existe también el servicio al otro, el darse uno mismo; y la devoción, la acción de dar amor bajo su forma pura. Eso sí, no se experimenta el placer de dar mientras se haga porque alguien lo ordena o porque se piense que es lo correcto: la acción de dar tiene que ser espontánea y desinteresada.
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