"Buscadores" (6) Emilio Carrillo.- Capítulo I: "Conócete a ti mismo"
La nueva visión no es elitista; ni difícil de alcanzar. Ni siquiera es nueva, en sentido estricto. Lo es, sin duda, para la inmensa mayoría de los hombres y mujeres de hoy, pero siempre ha estado presente en la historia de la humanidad: antes de la civilización actual; y también en ésta, aunque ahogada por el materialismo y el fariseísmo espiritual. No en balde, procede del interior de cada uno y sólo de nuestro propio interior.
Sus contenidos y dimensiones pueden ser enunciados de muy diversos modos. Los Siete Sabios de la Grecia clásica, recogiendo una sabiduría que se remonta al antiguo Egipto y a culturas mesopotámicas, supieron plasmarlos en el frontispicio del Templo de Delfos con una frase tan breve y
sencilla como profunda y compleja:
«Conócete a ti mismo» («gnothi s’auton»).
Realmente, en esto consiste todo. Mas, desgraciadamente, como Scheler y Heidegger han subrayado, nunca hemos sabido tantas cosas sobre el ser humano como ahora y, contradictoriamente, nunca hemos sabido menos de él. Bajo la fina capa de falsa realidad que atrae a nuestros sentidos físicos subyace otra realidad. Lo que separa la una de la otra es el conocimiento propio. Conocerse a sí mismo conlleva la consciencia, la iluminación interior: es el acto milagroso que permite penetrar en esa otra realidad, la verdadera, tan próxima como desconocida. Al conocernos a nosotros mismos entramos en otra dimensión de sensaciones y percepciones con la misma facilidad y asombro que la Alicia de Lewis Carroll llega al País de las Maravillas al introducirse en la madriguera y caer por ella.
El conocimiento de sí mismo —la consciencia de ser, la gnosis por excelencia— es el núcleo central tanto del Corpus Hermeticum promovido desde el antiguo Egipto por el gran Trismegisto como del gnosticismo griego y cristiano. Su presencia es, igualmente, notable en otras culturas arcaicas: Veda y Avesta, Confucio, Lao-Tsé, Tirthankara, Buda,... Como ha escrito Enrique Cases en Persona y personalidad (http://perso.wanadoo.es/enriquecases), antes de su colocación en Delfos el adagio ya estaba en la obra de
Heraclio, Esquilo, Herodoto y Píndaro. Su influencia es
evidente en pensadores como Homero, Eurípides, Sófocles
y Aristóteles. Sócrates lo elevó a nivel filosófico como examen moral de uno mismo ante Dios. Y fue Platón quien lo
orientó hacia la verdadera sabiduría en un fenomenal sistema de pensamiento.
Como ha reflejado magistralmente Ouspensky en Fragmentos de una enseñanza desconocida (RCR Ediciones; Madrid, 1995) —crónica de su aprendizaje con Gurdjieff, el genial místico armenio—, el ser humano que no se conoce a sí mismo realmente «no es». Y no es ni lo que puede ni lo que debería ser. Ese desconocimiento de sí mismo, esa carencia de consciencia, ese no ser, convierten a la persona en un muñeco mecánico; y a la humanidad, en un torbellino de juguetes mecánicos. Cuando se habla tanto de las amenazas de la mecanización, de la deshumanización derivada del impacto de las tecnologías y del riesgo de convertirnos en autómatas, se está eludiendo el tema fundamental. Porque el ser humano puede utilizar las tecnologías y rodearse de máquinas y, sin embargo, no desmerecer un ápice de su condición humana. Ahora bien, existe otro tipo de mecanización bastante más peligrosa: ser máquina uno mismo. Como le pregunta Gurdjieff a Ouspensky: ¿alguna vez ha pensado en el hecho de que todas las personas, ellas mismas, son máquinas?.
Se es máquina cuando uno no se conoce a sí mismo. Ese desconocimiento nos sitúa a merced de las influencias externas, ante las que reaccionamos mecánicamente. Sin conocimiento interior no hay pensamientos ni actos propios. El Cantar de los Cantares lo señala de manera harto expresiva: si no te conoces, seguirás el camino del rebaño. Las máquinas se programan y reprograman y continúan trabajando automáticamente. El ser humano no necesita programa alguno para ser, para buscar y encontrar, sino un cambio de visión que pasa ineludiblemente por la consciencia y el conocimiento de uno mismo. Por tanto, como indica el Libro del Deuteronomio, «estate atento a ti mismo» («attende tibi»).
Por ejemplo, se puede aprender mucho leyendo... ¡si se supiese leer!. Hasta de estas modestas páginas se podría
aprender algo... ¡si se supiese leer!. Como recuerda la reseñada obra de Ouspensky, si hubiésemos entendido todo cuanto hemos leído a lo largo de nuestras vidas ya sabríamos qué estamos buscando ahora. Pero, realmente, no comprendemos lo que leemos; ni siquiera lo que escribimos. Para entender es preciso conocer; y no hay conocimiento si uno no se conoce a sí mismo y adquiere consciencia de ser. Y el conocimiento propio no se halla en los libros, sino en nosotros. Así de elemental; así de peliagudo.
Al no conocernos a nosotros mismos hacemos dejación
flagrante de nuestra condición de guionistas, directores, cámaras y protagonistas de nuestra vida. Deja de ser tal, nuestra vida, para convertirse en una cadena de sucesos ante los que reaccionamos mecánicamente, cual mero animal intelectual. Al no conocernos, renunciamos a hacer nuestra vida, rechazamos llevar el timón de la misma. Como enfatiza Gurdjieff, todas las personas creen que pueden hacer, todas desean hacer y la primera pregunta que todo el mundo se formula es qué tienen que hacer. Pero, en realidad, al no conocerse a sí mismas, nadie hace nada ni nadie puede hacer nada: todo, llanamente, sucede. Todo lo que nos acontece y creemos que hacemos, simplemente, sucede: igual que cae la lluvia como resultado de un cambio de temperatura en las regiones más elevadas de la atmósfera o en las nubes circundantes; igual que la nieve se derrite bajos los rayos del sol; igual que se levanta polvo cuando hace viento. Nadie hace, todo sucede.
Volviendo al programa enunciado páginas atrás para, teóricamente, guiarnos en la búsqueda de la felicidad y ayudarnos a vivir mejor, ¿alguien puede creer de verdad que esas propuestas programáticas pueden servir de algo si no nos conocemos a nosotros mismos?. Sin conocerse a sí mismo, ¿cómo diantre vamos a ser lo que somos y lograr que nuestra vida sea la que queremos que sea?, ¿cómo vamos a tener confianza en nosotros mismos?. ¡Imposible!. Al no conocernos, acaecerá lo inevitable: nos colocaremos impedimentos imaginados desde nuestros miedos y haremos suposiciones; nos afectarán las opiniones de los demás y nuestros propios prejuicios; no podremos hacer las cosas de la mejor manera posible ni aportar felicidad a los que nos rodean, pues ni siquiera somos capaces de hacer nuestra propia vida. Vivir y amar será una ficción, una ilusión vana que se diluye entre nuestros dedos cual agua de lluvia
.
Al no conocernos, somos máquinas. Los hechos, acciones, palabras, pensamientos, sentimientos, convicciones, opiniones y hábitos son resultado de influencias y sensaciones externas; todo cuanto digamos, pensemos o sintamos, simplemente sucederá. Por tanto, ¡conócete a ti mismo!. ¿Cómo conseguirlo?
Sus contenidos y dimensiones pueden ser enunciados de muy diversos modos. Los Siete Sabios de la Grecia clásica, recogiendo una sabiduría que se remonta al antiguo Egipto y a culturas mesopotámicas, supieron plasmarlos en el frontispicio del Templo de Delfos con una frase tan breve y
sencilla como profunda y compleja:
«Conócete a ti mismo» («gnothi s’auton»).
Realmente, en esto consiste todo. Mas, desgraciadamente, como Scheler y Heidegger han subrayado, nunca hemos sabido tantas cosas sobre el ser humano como ahora y, contradictoriamente, nunca hemos sabido menos de él. Bajo la fina capa de falsa realidad que atrae a nuestros sentidos físicos subyace otra realidad. Lo que separa la una de la otra es el conocimiento propio. Conocerse a sí mismo conlleva la consciencia, la iluminación interior: es el acto milagroso que permite penetrar en esa otra realidad, la verdadera, tan próxima como desconocida. Al conocernos a nosotros mismos entramos en otra dimensión de sensaciones y percepciones con la misma facilidad y asombro que la Alicia de Lewis Carroll llega al País de las Maravillas al introducirse en la madriguera y caer por ella.
El conocimiento de sí mismo —la consciencia de ser, la gnosis por excelencia— es el núcleo central tanto del Corpus Hermeticum promovido desde el antiguo Egipto por el gran Trismegisto como del gnosticismo griego y cristiano. Su presencia es, igualmente, notable en otras culturas arcaicas: Veda y Avesta, Confucio, Lao-Tsé, Tirthankara, Buda,... Como ha escrito Enrique Cases en Persona y personalidad (http://perso.wanadoo.es/enriquecases), antes de su colocación en Delfos el adagio ya estaba en la obra de
Heraclio, Esquilo, Herodoto y Píndaro. Su influencia es
evidente en pensadores como Homero, Eurípides, Sófocles
y Aristóteles. Sócrates lo elevó a nivel filosófico como examen moral de uno mismo ante Dios. Y fue Platón quien lo
orientó hacia la verdadera sabiduría en un fenomenal sistema de pensamiento.
Como ha reflejado magistralmente Ouspensky en Fragmentos de una enseñanza desconocida (RCR Ediciones; Madrid, 1995) —crónica de su aprendizaje con Gurdjieff, el genial místico armenio—, el ser humano que no se conoce a sí mismo realmente «no es». Y no es ni lo que puede ni lo que debería ser. Ese desconocimiento de sí mismo, esa carencia de consciencia, ese no ser, convierten a la persona en un muñeco mecánico; y a la humanidad, en un torbellino de juguetes mecánicos. Cuando se habla tanto de las amenazas de la mecanización, de la deshumanización derivada del impacto de las tecnologías y del riesgo de convertirnos en autómatas, se está eludiendo el tema fundamental. Porque el ser humano puede utilizar las tecnologías y rodearse de máquinas y, sin embargo, no desmerecer un ápice de su condición humana. Ahora bien, existe otro tipo de mecanización bastante más peligrosa: ser máquina uno mismo. Como le pregunta Gurdjieff a Ouspensky: ¿alguna vez ha pensado en el hecho de que todas las personas, ellas mismas, son máquinas?.
Se es máquina cuando uno no se conoce a sí mismo. Ese desconocimiento nos sitúa a merced de las influencias externas, ante las que reaccionamos mecánicamente. Sin conocimiento interior no hay pensamientos ni actos propios. El Cantar de los Cantares lo señala de manera harto expresiva: si no te conoces, seguirás el camino del rebaño. Las máquinas se programan y reprograman y continúan trabajando automáticamente. El ser humano no necesita programa alguno para ser, para buscar y encontrar, sino un cambio de visión que pasa ineludiblemente por la consciencia y el conocimiento de uno mismo. Por tanto, como indica el Libro del Deuteronomio, «estate atento a ti mismo» («attende tibi»).
Por ejemplo, se puede aprender mucho leyendo... ¡si se supiese leer!. Hasta de estas modestas páginas se podría
aprender algo... ¡si se supiese leer!. Como recuerda la reseñada obra de Ouspensky, si hubiésemos entendido todo cuanto hemos leído a lo largo de nuestras vidas ya sabríamos qué estamos buscando ahora. Pero, realmente, no comprendemos lo que leemos; ni siquiera lo que escribimos. Para entender es preciso conocer; y no hay conocimiento si uno no se conoce a sí mismo y adquiere consciencia de ser. Y el conocimiento propio no se halla en los libros, sino en nosotros. Así de elemental; así de peliagudo.
Al no conocernos a nosotros mismos hacemos dejación
flagrante de nuestra condición de guionistas, directores, cámaras y protagonistas de nuestra vida. Deja de ser tal, nuestra vida, para convertirse en una cadena de sucesos ante los que reaccionamos mecánicamente, cual mero animal intelectual. Al no conocernos, renunciamos a hacer nuestra vida, rechazamos llevar el timón de la misma. Como enfatiza Gurdjieff, todas las personas creen que pueden hacer, todas desean hacer y la primera pregunta que todo el mundo se formula es qué tienen que hacer. Pero, en realidad, al no conocerse a sí mismas, nadie hace nada ni nadie puede hacer nada: todo, llanamente, sucede. Todo lo que nos acontece y creemos que hacemos, simplemente, sucede: igual que cae la lluvia como resultado de un cambio de temperatura en las regiones más elevadas de la atmósfera o en las nubes circundantes; igual que la nieve se derrite bajos los rayos del sol; igual que se levanta polvo cuando hace viento. Nadie hace, todo sucede.
Volviendo al programa enunciado páginas atrás para, teóricamente, guiarnos en la búsqueda de la felicidad y ayudarnos a vivir mejor, ¿alguien puede creer de verdad que esas propuestas programáticas pueden servir de algo si no nos conocemos a nosotros mismos?. Sin conocerse a sí mismo, ¿cómo diantre vamos a ser lo que somos y lograr que nuestra vida sea la que queremos que sea?, ¿cómo vamos a tener confianza en nosotros mismos?. ¡Imposible!. Al no conocernos, acaecerá lo inevitable: nos colocaremos impedimentos imaginados desde nuestros miedos y haremos suposiciones; nos afectarán las opiniones de los demás y nuestros propios prejuicios; no podremos hacer las cosas de la mejor manera posible ni aportar felicidad a los que nos rodean, pues ni siquiera somos capaces de hacer nuestra propia vida. Vivir y amar será una ficción, una ilusión vana que se diluye entre nuestros dedos cual agua de lluvia
.
Al no conocernos, somos máquinas. Los hechos, acciones, palabras, pensamientos, sentimientos, convicciones, opiniones y hábitos son resultado de influencias y sensaciones externas; todo cuanto digamos, pensemos o sintamos, simplemente sucederá. Por tanto, ¡conócete a ti mismo!. ¿Cómo conseguirlo?
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